Buena suerte, chato
Se conocieron en una cena de amigos. Él tenía 26 años. Ella, dos menos. Se miraron a los ojos, se tomaron de la mano y así, cogiditos, se marcharon. Ya no se separaron. Ninguno engañaba al otro. Tenían aficiones comunes. Les gustaba The Police, el hiperrealismo y los spaghetti alle vongole. Tenían dinero, buenos trabajos. Cada quince días cenaban en algún restaurante de postín. Y hacían viajes chulos, uno cada tres o cuatro meses. Desde alguna playa paradisiaca se mandaban postales. Las recogían al regresar a casa, al abrir el buzón.
Se casaron seis años más tarde. Y dos después nació el primero de sus hijos. Tuvieron dos más.
Ya eran familia numerosa cuando él se miró en el espejo. El pelo blanqueaba y se veía fondón. De entrada no le dio importancia, pero luego sintió un cosquilleo. Un mes más tarde se matriculaba en el gimnasio.
Su primera sesión de spinning se celebró a las ocho de la noche, tras salir del trabajo. Tuvo unas agujetas del diablo, pero volvió a la semana. Dos meses más tarde ya iba a clases un par de veces de lunes a viernes. Tomaba una tercera clase el domingo.
Iba fundido, pero pretendía mantener los estándares familiares. Seguían saliendo algunas noches. Una vez, en una de aquellas fabulosas cenas con su mujer, se quedó dormido ante el plato. Ella le pateó bajo la mesa y él despertó asustado.
El spinning funcionaba. La barriguita se había difuminado. Se sentía poderoso y adrenalítico. Cuando un compañero de gimnasio le propuso prepararse para un maratón, se metió en el lío. Las sesiones de spinning se convirtieron en trotes por el bosque.
Cruzó el puente de Verrazano y entró en Central Park hecho un coloso; en la meta voceó como Cristiano: “¡Síííííííí!”
Dos horas todas las tardes. Tres más el sábado, y otras tres el domingo.
Los dos trimestres siguientes se saltó el tradicional viaje con su mujer. Tampoco hubo más cenas: un maratoniano no puede andar por ahí bebiendo vino hasta las tantas.
En noviembre se fue al maratón de Nueva York. No se llevó a la mujer ni a los niños porque todo aquello era muy caro. Se fue con los amigos del gimnasio, eran cinco en total. Cruzó el puente de Verrazano y entró en Central Park hecho un coloso. En la meta voceó, como Cristiano Ronaldo: –¡Sííííííí! Dos días más tarde, al llegar a casa, se encontró con una nota de su mujer y una foto en un marco. La nota decía:
–Deseo que tú y el maratón disfrutéis de un largo y feliz matrimonio. Buena suerte, chato.
En la imagen se veía a su mujer besando a un desconocido en un restaurante en Bali.
Sintiendo un enorme vacío, abrió la aplicación del móvil y buceó en el calendario de triatlones.