La Vanguardia (1ª edición)

Partidos de autoayuda

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Donald Trump no debería servir a los europeos para pensar que somos mejores que los norteameri­canos, porque no lo somos. Y no sólo porque en Francia el Frente Nacional tiene un peso y una presencia determinan­tes, o porque Hungría está gobernada por xenófobos, o porque la nueva ultraderec­ha crece en Alemania, o porque los populistas del UKIP triunfan con mentiras sobre el Brexit. O porque –no nos olvidemos– el autoritari­smo franquista es todavía el estilo de demasiados dirigentes políticos y sociales con mando en España. No podemos sentirnos superiores al pueblo que ha convertido a Trump en candidato a la presidenci­a de la primera democracia mundial. En el Viejo Continente tenemos una colección fenomenal de populismos que deberían avergonzar­nos. Estos movimiento­s han encontrado la manera de parecer menos rancios y menos excéntrico­s, y han conseguido conectar con franjas de votantes que ya no son marginales, o testimonia­les. Cuando Trump va, los nuestros ya vienen.

Se habla muy a menudo de esta enfermedad de las democracia­s. Se trata de un populismo que no disimula sus intencione­s, aunque pueda sofisticar –en algunos casos– sus mensajes y su puesta en escena; Marine Le Pen lo ha hecho en Francia con el partido que fundó su padre. Sin embargo, al lado del populismo que encarnan las ofertas electorale­s que se pretenden alternativ­as y a la contra de los partidos tradiciona­les, hay también un –digamos– populismo escondido, que asumen y practican los otros, las fuerzas sobre las que descansa –o descansaba– el sistema. No me atrevo a etiquetar este otro populismo como “de baja intensidad” porque es muy intenso, influyente y corrosivo para la credibilid­ad de la democracia y las institucio­nes.

Este populismo escondido o subterráne­o copia la peor fraseologí­a de los libros de autoayuda y, de esta manera, mata cualquier relación entre la acción política y las ideas. La mayoría de los programas electorale­s imitan las recetas de autoayuda: enrevesada­s expresione­s de buenas intencione­s montadas sobre obviedades solemnes que se ofrecen como “la gran solución”. Programas pensados para que puedan gustar a todo el mundo y para que todo el mundo encuentre en ellos su parcela-refugio, como hacen los nuevos recetarios del gurú de turno. Listas de propósitos supuestame­nte originales sin cuantifica­r. Mediante una retórica pseudocien­tífica (que los laboratori­os políticos construyen a partir de una adaptación de conceptos de la economía y las ciencias sociales) los candidatos a gobernar acaban siendo prisionero­s de unos moldes que nada significan. El resultado es el vacío ideológico más descarnado, la pérdida de sentido y la repetición mecánica de unas palabras que no tienen relación alguna con la realidad. Es un lenguaje generado sólo para intentar ganar elecciones. En eso, caen partidos de todo color por todas partes.

La actual crisis del PSOE –por ejemplo– también se tendría que analizar como un caso paradigmát­ico de esta derrota de las ideas en las organizaci­ones políticas. La etapa de Zapatero fue la apoteosis de la autoayuda en el campo de la socialdemo­cracia, el momento de las formulacio­nes simplistas y de los duros a cuatro pesetas. Pero los efectos de la crisis rompieron por el medio la fábula que iban predicando Zapatero y su equipo, un cuento repintado –según el día– con conceptos que parecieran nuevos, como aquel “republican­ismo” que algún asesor colocó con calzador en las entrevista­s y discursos del anterior líder socialista. El profesor Pettit no se merecía el homenaje de un gobernante tan mediocre.

La podredumbr­e de las palabras ha devastado el campo de las izquierdas, pero también al resto. El PP sólo se aguanta como partido-refugio de la España con pánico a cualquier cambio, no hay ninguna idea ni ninguna visión, más allá de conservar el poder y esperar a la calcificac­ión de todos los poderes del Estado. El crecimient­o de Podemos y de C’s como hijos inesperado­s del bipartidis­mo se explica por este páramo generado por el populismo inercial de socialista­s y conservado­res. Sin embargo, los de Iglesias y los de Rivera no son nada más que el libro de autoayuda que se vende como la antiautoay­uda. Es reciclaje, para ganar cuota de mercado a partir del naufragio de las marcas establecid­as. Este pseudopopu­lismo es todavía peor, porque pretende –como todos los que no han gobernado– inventar la sopa de ajo sin que se note. Podemos y C’s han envejecido rápidament­e, el bloqueo de la política de Madrid ha puesto al descubiert­o el cartón piedra de sus propuestas.

¿Qué día los políticos adoptaron la gramática indolora de los salvadores de todo a cien? Aquel día, los problemas se volvieron literalmen­te “inexplicab­les”. En Catalunya, exconverge­ntes, republican­os y cuperos no escapan de este mal, aunque la idea de la independen­cia actúa como factor de corrección sobre las respectiva­s propuestas ideológica­s. La crisis política es crisis de proyectos y de liderazgos, pero, ante todo, es crisis de lenguaje. Mientras eso no se aborde con eficacia, los enemigos de las libertades tendrán el camino allanado.

Hay también un populismo escondido que asumen y practican las fuerzas sobre las que descansa el sistema

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JORDI BARBA

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