LA PERSPECTIVA NEVSKI
Paradigma de lo clásico, la Venecia del Báltico trata de incorporar lo nuevo y relanzarse como ciudad atractiva culturalmente
Paradigma de lo clásico, San Petersburgo trata de incorporar lo nuevo y relanzarse como ciudad atractiva culturalmente.
San Petersburgo llama con elegancia a la puerta de Europa. Se siente parte del continente y sabe que juega con ventaja respecto a Moscú por su proximidad geográfica, pues acercarse no implica superar la barrera psicológica de las cuatro horas de vuelo. Además, la Venecia del Báltico cuenta con ese doble eje vertebrador de la vida cultural: el renovado Mariinsky, que llena a todo tren las 1.600 localidades del teatro antiguo y las 2.000 del nuevo, y el templo de las esencias clásicas que es el Hermitage, un museo que envidian los capitalinos y que se ha convertido en la apuesta de futuro del país en términos de arte visual.
¿Y cómo es eso? Pasen y vean las atrevidas infiltraciones de arte contemporáneo en el palacio de Invierno de Pedro el Grande. A los lugareños les intrigan, mientras que a los turistas les confirman que algo si muove. Ya saben, lo importante no es que el público venga sino que sienta el impulso de volver.
“¡Mira! ¿has visto eso?”, intuimos que le dice un escolar ruso a otro en la sala de armaduras de Europa Occidental situada en el segundo piso del museo. Su amiguito, que tiene esa curiosidad de los nueve o diez años, esboza una mueca de asco/ fascinación que acaba en risotada. Se la provoca el caballero sin caballo que ha añadido Jan Fabre (Amberes, 1958) al conjunto militar de la sala: una armadura con cabeza de insecto. ¿O es un extraterrestre?
Y esto es sólo el principio. Hasta 30 salas del museo –de entre los casi 70.000 metros cuadrados de exhibición– ha tomado Fabre como nuevo invitado del proyecto Hermitage 20/21, su programa de arte contemporáneo por el que han pasado en la última década artistas como Anish Kapoor o Enrique Martínez Celaya, y que ha servido para mostrar el nuevo arte británico o la reciente creación estadounidense, esta última de la mano de la Saatchi Gallery.
Los visitantes que se hallan en las galerías de los maestros de Flandes y los Países Bajos no parecen haber venido a disfrutar de lo que ofrece la exposición titulada Caballero de la desesperación/Guerrero de la belleza, la más grande retrospectiva que el Hermitage haya dedicado a un artista vivo. Digamos que es un arte que se encuentran a su paso. Y que a veces tratan de ignorar... por disruptivo. Pero ¿quién puede resistirse al fin a fijarse en unas calaveras y esqueletos hechos de cáscaras de escarabajos joya, esos bichos que Fabre recolecta en los restaurantes de Tailandia? Calaveras que sostienen en la boca liebres disecadas y que cuelgan junto a las escenas de cacería de los pintores del barroco.
Fabre convive con auténticos Rubens, a los que de algún modo invita a observar con detenimiento. Sí, la foto no engaña: un esqueleto de perro asiendo a su presa acapara las miradas en la sala de Jacob Jordaens, paisano del siglo XVII. Toda la imaginería de los perros, símbolo de lealtad, vigilancia y obediencia, es revisitada por Fabre en grandes mosaico, con esqueletos, relojes... objetos que remiten a la vanitas, la impermanencia de lo terrenal.
“Los conservadores del Hermitage han sido muy abiertos, habrían podido quitar los cuadros pero no lo han hecho. Han sido mucho más modernos de lo que fueron conmigo en el Louvre hace una década”, comenta el artista a la prensa convocada. La expectación internacional es total. Y también la dificultad para entender su arte...
“Hable de lo kitsch en su obra”, le espeta ante la cámara la reportera de una cadena rusa.
“¿Kitsch? Creo que se confunde. Yo no vengo de Estados Unidos, sino de Europa –dice peinándose con
El Hermitage ha invitado a Jan Fabre a convivir con Rubens y otros grandes maestros flamencos del barroco
brío hacia atrás–. Vengo de un país de genios, he nacido en la ciudad de Van Dyck, de Rubens y Jordaens. Cuando tenía seis años iba a copiar las obras de Rubens a su casa y aprendí cada detalle. Yo, señora, busco la belleza. Y aquí establezco con ellos un diálogo espiritual”.
La anécdota habla acaso de lo incierto de la escena contemporánea en San Petersburgo.
“Aquí no hay buenos compradores ni coleccionistas”, apunta el director del Hermitage 20/21, Dmitri Ozerkov (San Petersburgo, 1976), mientras avanza con entusiasta elegancia por los pasillos del museo. “Tenemos una decena de galerías que hacen buenas exposiciones y que venden bien, lo que es muy poco para una ciudad de estas dimensiones. Es con intervenciones como la de Jan Fabre que intentamos que la gente hable más de arte. Piense
que el florecimiento artístico ruso se vio interrumpido en 1917 y el arte de vanguardia se truncó en los años 20. Y no fue hasta la caída del sistema soviético que vinieron nuevos artistas y empezaron a pasar cosas”.
Sin embargo, tras veinte años de democracia en Rusia aún no ha quedado claro qué se entiende por arte, añade el comisario. “Porque todo el mundo espera que el país cambie, y muchos artistas rusos son activistas políticos más que artistas: están más interesados en el cambio político que en mostrar el arte. Petr Pavlensky o el colectivo Voina [Guerra en ruso] están muy politizados y siempre criticando la economía. Pero ser antisistema no es algo artístico. Como persona coincido con ellos en muchas cosas pero no como historiador del arte”. Y añade: “En Rusia se utiliza más el mensaje que el arte en sí, y eso no favorece un desarrollo independiente del arte. Las Pussy Riot, por ejemplo, para mí es una acción estúpida. Es divertido entrar en una iglesia y bailar con un texto en contra de Putin, pero ¿qué se consigue con eso?”
¿Es larga la sombra del presidente Putin en una institución como el Hermitage?, nos preguntamos.
“Mire, ninguna de mis exposiciones ha sido cancelada y me he prometido que si me cancelan alguna me iría. Pero el museo no es el lugar para artistas que protestan. Este no es un lugar de poder. Y me gusta poner en el museo artistas que aman el arte, que aportan cosas al arte”, sostiene este historiador y filósofo que, confiesa, se pasó toda la caída de la URSS metido en una biblioteca. “La gente veía por la tele cómo se mataban los unos a los otros, pero a mí no me interesaba, prefería leer sobre la última etapa de Murillo. Los políticos aparecen y desaparecen; el museo siempre está ahí. Quién sabe si estos niños que ve serán los próximos coleccionistas”.
Aventurarse a recorrer galerías en San Petersburgo es arriesgado cuando el termómetro no sube de los cero grados y no está tan claro dónde queda la puerta de, por ejemplo, la Luda Gallery, en la calle Mojovaya, un centro para artistas que tienen difícil exponer en otros lugares. El termómetro también disuade de visitar la isla Novaya Gollandia (Nueva Holanda), a veinte minutos caminado junto al Neva desde el Hermitage: se trata de un flamante distrito cultural y artístico que se ha logrado gracias a los 400 millones de euros que ha donado el magnate Román Abramóvich...
¿Es este un buen inicio para la creación de un mercado del arte en San Petersburgo?, preguntamos a Marina Gisich, cuya galería a orillas del Fontanka es un must en la ciudad. “En realidad no existe un mercado del arte en toda Rusia. Pero esas nuevas infraestructuras, junto con las exposiciones de grandes maestros internacionales del contemporáneo en el Hermitage, ayudan. Tenemos sólo unos pocos coleccionistas serios, al tiempo que va creciendo una generación que está lista para consumir arte. Es cuestión de tiempo. Sin embargo, el apoyo gubernamental es nulo”, apunta.
Aun así, esta galerista establecida desde el 2000 asegura que cuando ve “la concentración de cultura e historia que tiene esta ciudad tricentenaria no puedo imaginar un lugar mejor. Su cantidad de centros de formación y de connoisseurs del arte... ese espíritu que impregna el estilo de vida, te informa de que este es el lugar, aquí vive el arte”.
Un par de calles al oeste nos damos de bruces con el Mariinsky. La compañía de ballet ha salido de gira por la China, pero confiamos en el cuerpo suplente cuando nos sentamos para asistir a una función de La
Fuente de Bakhchisarai, un ballet de Rostilav Zajarov basado en un poema de Aleksander Pushkin con música de Boris Asafiev. Estamos en la misma sala en la que se estrenó en 1934, cuando era el Kirov. A nuestro lado, un joven moscovita de paso por la ciudad celebra que en la web del Mariinsky se puedan encontrar entradas. ¿Y eso? “En el Bolshoi es imposible: la mafia las copa y las revende a precios imposibles”.
En el teatro del Hermitage reina ahora el virtuoso Ivan Vasiliev, mientras que en el Mijailovsky que dirigió Nacho Duato reponen un ballet suyo, Multiplicidad, formas de silencio y vacío, donde suena Bach.
El incipiente galerismo de la ciudad sirve a una nueva generación de coleccionistas