La Vanguardia (1ª edición)

RECETAS VIAJERAS

La cocina es cultura viva, y este es el motivo por el que a menudo se encuentran platos parecidos en lugares distintos

- ALBERT MOLINS RENTER Barcelona

Platos parecidos en lugares distintos hablan de la cocina como cultura viva.

Los catalanes acaban de decidir, en una apretada votación, que la escudella i carn d’olla es el mejor plato del recetario de la cocina catalana tradiciona­l. En segundo lugar ha quedado el pan con tomate, el gran icono de la cocina cuatribarr­ada. Ambos han dejado atrás a recetas como los canelones o el fricandó.

En el triunfo de la escudella poco ha contado que a diferencia de algunos de sus contrincan­tes –en especial, el pan con tomate–, la sopa más catalana vive casi relegada a la comida de Navidad, y tampoco es que sea común en la carta de los restaurant­es. A pesar de este medio olvido, nadie en Catalunya osaría poner en duda su catalanida­d. En su colosal La geopolític­a del

gusto (Trea, 2008), el historiado­r de la alimentaci­ón francés Christian Boudan deja claro que “la cocina y los gustos alimentari­os conforman, en todo el mundo, uno de los más sólidos rasgos culturales, incrustado­s en la mentalidad colectiva de los pueblos con tanta intensidad como la religión o la lengua”. Que la cocina es cultura es algo que no admite discusión desde hace tiempo. “La cocina es una producción humana más, y por eso es cultura”, explica Francesc Xavier Medina, director de la Cátedra Unesco de Alimentaci­ón, Cultura y Desarrollo.

Una vez hemos dejado claro esto, cabe preguntars­e si existe una especie de nacionalis­mo trófico, y si muchos de los platos a los que a menudo se les cuelga la etiqueta de catalanes, españoles, franceses o chinos son realmente tan autóctonos.

Solemos usar lo que comemos como un modo de definirnos y diferencia­rnos. “Lo que comemos y cómo preparamos los alimentos es uno de nuestros mejores escaparate­s. Nos definimos por lo que comemos y queremos que los demás nos vean a partir de aquello que comemos”, dice Medina, que además añade que se trata de un fenómeno universal que se da en todo el mundo. Lo que comemos nos explica, y lo que no, también. A veces, adornamos a los demás con apodos despectivo­s relacionad­os con sus gustos culinarios. Por ejemplo, a los italianos del norte, el resto del país lo llama los “comepolent­a”, y en general a los italianos se les denomina, de forma muy injusta pues la cocina italiana es mucho más que pasta, como “comemacarr­ones”.

Sólo hay que ver, para entender que cada nación del mundo piensa que con sus cosas de comer no se juega, la reciente polémica por la paella con chorizo de Jamie Oliver o la no tan reciente –y cargada de razón– protesta de los italianos ante una pasta carbonara de una publicació­n francesa que se saltaba a la torera todos los cánones. Incluso en la propia Italia, el alcalde de Amatrice salió en defensa de otra salsa, la amatrician­a, cuando un cocinero osó presentar una versión “moderna” en un congreso gastronómi­co.

Pero volvamos a la escudella y al pan con tomate. La sopa, en el fondo, es una variación del cocido, plato que se extiende por toda la Península. Además, existen versiones en Italia, y el cocinero y divulgador Pep Nogué dijo de ella que era “nuestro ramen”.

Lo del pan con tomate tiene también su miga. No pudo formar parte de la tradición coquinaria catalana hasta como mínimo 1492. El tomate nos llegó de América. De hecho, el pan con tomate es muy reciente. No está documentad­a su existencia hasta finales del XIX. “Hasta entonces, el tomate había entrado poco en la cocina catalana. El pimiento sí que se había incorporad­o, pero al tomate le costó algo más”, explica Medina. También en la Península existen otros pan con tomate. “En Andalucía también se hace, pero sin frotar el tomate, sino rallado, y en Italia existe la bruschetta”, recuerda el director de la Cátedra Unesco.

Y al revés. Tampoco hay mucha diferencia entre una pizza napolitana y una coca amb recapte catalana. Las pizzas no llevan queso hasta el siglo XIX, cuando se crea la pizza Margarita en honor de la reina Margarita de Saboya. Pero en opinión de Medina el fenómeno es global: “Si en una cocina existe un determinad­o plato, la gente se lo atribuye como propio”.

Al final la explicació­n es muy sencilla. Las guerras, las grandes exploracio­nes, los grandes movimiento­s migratorio­s han hecho que los ingredient­es y las recetas viajen. “La cocina es cultura viva. La cocina está viva. No comemos lo mismo ahora que lo que comíamos hace 50 años. Ni comeremos lo mismo dentro de otros 50. Hay cambios generacion­ales, pero el contacto entre pueblos es lo más significat­ivo”, aclara Medina.

Tampoco mediante los ingredient­es es siempre posible establecer la nacionalid­ad de un plato. Tomemos por ejemplo la dieta mediterrán­ea. “Los únicos alimentos entre los que la componen que son endémicos del Mediterrán­eo son la vid, el olivo y el trigo. Los demás son todo importacio­nes de África, Asia y América”, explica Medina.

Pero la geopolític­a de las recetas también tiene casos curiosos y divertidos. La vichyssois­e, que todo el mundo asociaría sin dudarlo a la cocina francesa, fue una idea de un cocinero del hotel Ritz de Nueva York en 1917. Aunque los franceses se la atribuyen –sin demasiados motivos– a un chef francés en 1867. Y hay teorías que dicen que fue un cocinero vasco que trabajaba para el embajador español ante el gobierno de Vichy quien se la inventó a partir de la porrusalda. O la ensalada César, que fue obra de un italiano que vivía en San Diego y la creó en Tijuana. Entonces, ¿que es? ¿Estadounid­ense, mexicana o italiana?

Los únicos ingredient­es endémicos de la dieta mediterrán­ea son la vid, el olivo y el trigo

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DENIS VOROB / 'YEV / GETTY

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