La Vanguardia (1ª edición)

La ciudad aséptica

- Llucia Ramis

Germán ha vuelto de Brasil. Han pasado tres años desde que se fue. Y al quedarnos rígidos cuando nos estruja entre sus bíceps, se disculpa: “Ah, es verdad, siempre olvido que aquí la gente no se abraza”. Nos damos dos besos sin apenas rozarnos las mejillas. Nico llega de París. Llevaba cuatro años en Francia. Comenta que en Barcelona nadie se mira, ni a los ojos, ni a la cara. Todos bajan los párpados, concentrad­os en el móvil o en la punta de sus zapatos. Así, cómo vas intercambi­ar miraditas con alguien que te gusta. Cómo vas a saber si alguien te gusta, o si te gusta algo. Cómo vas a saber dónde estás.

Alejandra ha venido unos días de vacaciones. Ahora vive en Berlín. Vamos a un bar. Lamenta que, en los bares de esta ciudad, la gente no interactúe. ¿Para qué sirven los bares entonces? Tenía la esperanza de que, con la invasión de turistas, los barcelones­es se abrirían un poco, se harían más sociables. Pero siempre son los mismos haciendo las mismas cosas en sus mismos círculos reducidos, sin ningún interés en conocer a personas nuevas. Hago la prueba. Me acerco a un grupo de chicos catalanes que toman cañas, igual que nosotras. Les digo: “Hola”. Se vuelven hacia mí con cara de quéquiere-esta-tía-y-por-qué-nos-dirigela-palabra. No contestan. Antes esperan una explicació­n, que les pida o les pregunte algo, supongo. Digo: “Adéu”, y vuelvo con mi amiga. Tal vez la curiosidad mató al gato. Pero sin curiosidad, ¿adónde vas?

Hernán también ha venido unos días, él de Perú. Flipa con los remilgos que aquí tiene todo el mundo a la hora de disfrutar y pasarlo bien: “Es como si tuvieras que sentirte culpable por el hecho de divertirte, como si sólo la queja te diera la razón; ya ves tú qué gran satisfacci­ón, ejercer el derecho a la pataleta”. Teme que se esté extendiend­o una epidemia moralista desde Estados Unidos; esa por la que, si le haces carantoñas a un niño, te cae una denuncia. Mateo es uruguayo y quiere saber cuál es el tiempo prudencial antes de invitar a sus compañeros de trabajo a un asadito en casa para que no le pongan excusas baratas. Si no te relacionás, no entendés de qué va el mundo.

Al menos un par de veces al año, voy a Madrid para hacer turismo social, porque las noches de Barcelona son un muermo. ¿Qué nos está pasando? ¿Siempre fuimos así? ¿Tiene que ver con la edad? ¿O con la ciudad? La excusa de que es grande y cosmopolit­a no cuela; Río, París, Berlín y Lima también lo son (va, y aceptemos Montevideo). Sin abrazos, ni miradas, ni conversaci­ones, ni intercambi­os, ni unas risas con desconocid­os. En definitiva, sin contacto, vivimos en una burbuja aséptica. Así es como nos protegemos, pero ¿de qué? Recibo un mensaje privado mediante alguna de las mil redes sociales a las que me di de alta. Es de un tipo que parece majo. No sé quién es. Dice: “¿Qué tal?”. Evidenteme­nte, no le contesto.

Tenía la esperanza de que, con la invasión de turistas, los barcelones­es se harían más sociables

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