Emergente discurso español
Se ha dicho que ha sido un tripartito el que ayer eligió presidente del Gobierno a Mariano Rajoy. También se han manejado las expresiones alianza nacional o triple alianza para explicar que el político gallego haya contado con los votos de Ciudadanos y la abstención parcial del grupo socialista. En ambos casos, esas denominaciones remiten a una idea de fondo que es seguramente cierta: el discurso de la derecha española sobre la unidad nacional y la vigencia de la Constitución de 1978 es mayoritario en la ciudadanía que se amarra a las certezas de un Ejecutivo burocrático y predecible cuando el oleaje populista o el desconcierto de la izquierda tradicional provocan transversales inquietudes sociales.
Podría afirmarse –ahí están las lucubraciones de cierta intelectualidad– que tanto el descabalgamiento de Pedro Sánchez como la crisis entre el PSC y el PSOE responden a causas emparentadas. El ex secretario general de los socialistas quiso intentar una alternativa al Gobierno de R oy con Podemos y el apoyo de independentistas y nacionalistas –el proyecto estaba en avanzado pero no cerrado–, lo que encendió las alarmas del PSOE del sur español y motivó la dimisión des ti tu cióndeSánc hez. La virtual ruptura de la relación orgánica entre el PSC y el PSOE se produce por unas diferencias insalvables que tienen que ver con factores de identidad nacional.
La coreografía de esta situación es la catalana que a través de los partidos secesionistas –con mayoría parlamentaria– ha puesto en marcha un proceso separatista sólo rechazado parcialmente en Catalunya y casi unánimemente fuera de ella. Rajoy y el PP –tan socialdemócratas o tan liberales como las circunstancias aconsejen– se han adueñado de una idea fuerza emergente ante el órdago catalán que les ofrece un papel político, la consecución de un logro compartido y una encarnadura ideológica: la defensa de la unidad nacional en los términos de la Constitución de 1978. La explicación a ese suelo electoral del PP cuya estabilidad (entre siete y ocho millones de sufragios) resulta incomprensible a muchos analistas (a pesar de la corrupción, a pesar de sus ineficiencias, a pesar de su falta de empatía) se localiza en la seguridad que transmiten los populares sobre la solidez de los fundamentos constitucionales y sobre la garantía del correcto funcionamiento de los poderes del Estado. Euskadi y Catalunya no son, además, sus caladeros electorales, muy a diferencia de la izquierda.
El PP ha arrebatado al PSOE el legado de la transición democrática porque desde Rodríguez Zapatero (“España es una nación discutida y discutible”) hasta Pedro Sánchez, el socialismo ha querido atender a dos demandas no siempre compatibles: la de los nacionalismos (en Catalunya y Euskadi) y la de sus propias bases de militantes y electorales fuera de esas dos nacionalidades históricas. Aunque el balance de la colaboración de los socialistas con los nacionalistas vascos ha sido razonable, la propia izquierda considera que en Catalunya no lo ha sido tanto, llegando muchos dirigentes socialistas a verbalizar que la indefinición ante el fenómeno nacionalista-soberanista ha terminado por traer la ruina al PSOE. Esos mismos dirigentes, la mayoría de Despeñaperros para abajo, pero no sólo, entienden que el partido ha de regresar a un planteamiento nacional, español, autonómico y salvaguardar al Estado del desafío secesionista. Esa es la razón por la que el sector mayoritario en el PSOE ha impuesto la abstención que ayer hizo presidente a Rajoy (la alternativa no entraba ni siquiera a considerarse) y esa es también la razón por la que va a revisar a fondo la relación orgánica entre el socialismo español y el catalán. Los discursos independentistas en las sesiones de investidura de Rajoy han sido de muy grueso calibre y, objetivamente considerados, han coadyuvado a engastar más de lo que estaba la sensación de que el mayor problema de España es su unidad amenazada desde Catalunya y, el gran riesgo, la conjunción de los soberanistas con los populistas para impulsar un proceso constituyente como con su habitual sinceridad –tan impolítica, tan poco estratégica– reconoció Joan Tardà. Fue tal la fogosidad del portavoz de ERC en la Cámara Baja que a medida que subía el diapasón, Rajoy perfilaba mejor su respuesta: lo que dice y cómo lo dice –le espetó el presidente al diputado catalán– “da miedo”. El dirigente popular daba carta de naturaleza al sentimiento de temor que comienza a suscitar la cuestión catalana y que sirve para hacer emerger la idea-fuerza de lo español. A la que el PSOE quiere engancharse pergeñando los pasos de un nuevo itinerario que requiere, antes, de una depuración interna. Más allá de los juicios de valor, esta es, creo, la descripción de lo que está pasando más allá del Ebro.
El relato sobre la unidad es mayoritario fuera de Catalunya y domina en el PP y el PSOE