Y después hay que conquistar el mercado
Antes, a todos los teléfonos móviles del mundo les sobresalía una pequeña antena. Hasta que un joven ingeniero de la UPC, Carlos Puente, inventó unas antenas multibanda y miniatura. Primero no tenía claro para qué servirían, y con su colega Rubén Bonet le buscaron aplicaciones de negocio. Resultó que el invento permitía esconder la antena dentro de la carcasa del móvil, una industria entonces en explosión mundial. Fue en 1998, cuando apenas se hablaba de emprendedores, pero Puente y Bonet tuvieron ambición global: Fractus, la empresa que crearon, no tenía ni tres meses y ya negociaban con Nokia y Ericsson. Luego llegaron a todos los fabricantes del teléfonos del mundo. Tanto, que la demanda superó su capacidad. Y para proteger su desarrollo se embarcaron en una complicada batalla legal: con algunos fabricantes llegaron a acuerdos de patentes (Apple) pero demandaron a otros diez en EE.UU. y ganaron (a Samsung, Blackberry, HTC o Sharp). La de Fractus es una historia de película y es seguramente el caso más espectacular de tecnología disruptiva surgida en los últimos años en Catalunya. Pero es una historia demasiado desconocida, porque en nuestra cultura, el mundo de la empresa genera aún más envidias y recelos que orgullo.
“Aquí hay muchísima capacidad”, insiste Bonet, que desde Fractus sigue en el negocio de la innovación tecnológica. Barcelona ya deslumbra al mundo con un boom de los negocios digitales, fruto de una combinación única entre el espíritu de Silicon Valley y el saber vivir mediterráneo. Pero este es también un país industrial. Y la industria necesita innovación y tecnología. “Si nos lo creemos, aquí pueden salir más Fractus”, añade Bonet. Se lo tienen que creer las instituciones, la inversión. Pero también los investigadores y los empresarios: para que las innovaciones no se queden en el laboratorio e impacten en el mercado, que es el mundo.