¿Sepultura o incineración?
En el 2015 se realizaron 8.021 incineraciones en Barcelona, casi el 50% del total de fallecidos. La media española se sitúa alrededor del 40%, y en ciudades como Sevilla o Málaga los porcentajes se disparan al 70%. La práctica de la incineración crece del orden del 2% anual. En unos casos el propio difunto expresó en vida la voluntad de ser incinerado y en otros es decisión de sus familiares. Las causas van desde la repulsión a la descomposición natural del cuerpo hasta los costes del entierro o el esfuerzo de mantener un nicho. Contribuye al incremento de la cremación, sobre todo en las grandes ciudades, la falta de espacio en los cementerios y el hecho mismo de que la sepultura queda muy lejos de aquel “volver a la tierra” de los orígenes.
Además del simple interés material o de sensibilidad, al incremento de tal práctica ha contribuido un cambio de conceptos de mucha gente sobre la muerte, ya que la sociedad española es más laica. Pero, para los creyentes, ¿cuál es la posición de la Iglesia católica? ¿Hay alguna diferencia entre inhumación e incineración? La respuesta la da el Catecismo en el punto 2301: “La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestione la fe en la resurrección del cuerpo”. Y en el Nuevo Código de Derecho Canónico de 1983: “La Iglesia recomienda vivamente que sea conservada la piadosa costumbre de enterrar los cuerpos de los difuntos; no obstante no prohíbe la incineración, a no ser que esta haya sido escogida por razones contrarias a la doctrina cristiana”. Como decía un amigo mío que desea ser incinerado: “Mira si tengo confianza en la resurrección de los muertos y de que Dios puede restaurar mi cuerpo que estoy seguro que lo reconstruirá perfecto aunque lo hayan calcinado”.
Incineraciones las hubo siempre con el beneplácito de la Iglesia en situaciones extremas, como epidemias, catástrofes naturales o guerras. Pero durante mucho tiempo se opuso a las cremaciones. Hay motivos históricos. Los primeros crematorios aparecieron en la Francia de finales del siglo XIX y la intención explícita de los laicistas de la Tercera República era dar al traste con los funerales cristianos, argumentando que la destrucción del cuerpo por cremación demostraba que era inútil creer en la resurrección. Las cosas evolucionaron y muchas de las personas que se incineraban no lo hacían por una actitud antirreligiosa. Desde 1963, el papa Pablo VI autoriza la incineración y el rito del funeral cristiano no cambia en nada respecto al de la inhumación, siempre que la decisión de cremación no se haya tomado por motivos contrarios a la fe. El papa Montini dejaba claro que no atenta contra la doctrina de la resurrección de los muertos, ni niega la omnipotencia divina, tampoco la de reconstruir el cuerpo.
El cristiano considera que un cuerpo humano sin vida es mucho más que un simple objeto y, porque va más allá, no participa de la sofista y tramposa sentencia de Epicuro según el cual “cuando tú eres, tu muerte todavía no es, y cuando tu muerte sea, tú ya no serás”. Un cadáver es el cuerpo de una persona en la que se manifestó la grandeza del ser humano, el amor, la amistad, la inteligencia. Por ello, sin dogmatizar, tiende a preferir la inhumación por el simbolismo que encierra.
Y, si se ha incinerado, ¿qué hacer con las cenizas? Muchos las esparcen al viento, las dispersan por las montañas, las arrojan al cauce de un río, las sepultan en el mar o las guardan en casa en una urna. La Iglesia no se ha mostrado partidaria de esparcir las cenizas de los difuntos ni de conservar las urnas en casa, sino que prefiere que estén en un camposanto. El aventar o tirar las cenizas se parece más a un rito pagano de unión con la tierra sin ningún sentido espiritual, y el tenerlas en casa lleva a una cierta mitificación del muerto. El teólogo italiano Enzo Bianchi incluso ha calificado esto último de fetichismo.
Por si no estaba claro, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha dado a conocer ahora la instrucción Ad resurgendem cum Christo, en la que señala que “no se permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”. Y ha ido más allá: “En el caso de que el difunto hubiera sido cometido a la cremación de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le ha de negar el funeral”.
En Barcelona la mitad de los fallecidos son incinerados, y la práctica de la incineración crece un 2% anual