La Vanguardia (1ª edición)

¿Sepultura o incineraci­ón?

- Daniel Arasa

En el 2015 se realizaron 8.021 incineraci­ones en Barcelona, casi el 50% del total de fallecidos. La media española se sitúa alrededor del 40%, y en ciudades como Sevilla o Málaga los porcentaje­s se disparan al 70%. La práctica de la incineraci­ón crece del orden del 2% anual. En unos casos el propio difunto expresó en vida la voluntad de ser incinerado y en otros es decisión de sus familiares. Las causas van desde la repulsión a la descomposi­ción natural del cuerpo hasta los costes del entierro o el esfuerzo de mantener un nicho. Contribuye al incremento de la cremación, sobre todo en las grandes ciudades, la falta de espacio en los cementerio­s y el hecho mismo de que la sepultura queda muy lejos de aquel “volver a la tierra” de los orígenes.

Además del simple interés material o de sensibilid­ad, al incremento de tal práctica ha contribuid­o un cambio de conceptos de mucha gente sobre la muerte, ya que la sociedad española es más laica. Pero, para los creyentes, ¿cuál es la posición de la Iglesia católica? ¿Hay alguna diferencia entre inhumación e incineraci­ón? La respuesta la da el Catecismo en el punto 2301: “La Iglesia permite la incineraci­ón cuando con ella no se cuestione la fe en la resurrecci­ón del cuerpo”. Y en el Nuevo Código de Derecho Canónico de 1983: “La Iglesia recomienda vivamente que sea conservada la piadosa costumbre de enterrar los cuerpos de los difuntos; no obstante no prohíbe la incineraci­ón, a no ser que esta haya sido escogida por razones contrarias a la doctrina cristiana”. Como decía un amigo mío que desea ser incinerado: “Mira si tengo confianza en la resurrecci­ón de los muertos y de que Dios puede restaurar mi cuerpo que estoy seguro que lo reconstrui­rá perfecto aunque lo hayan calcinado”.

Incineraci­ones las hubo siempre con el beneplácit­o de la Iglesia en situacione­s extremas, como epidemias, catástrofe­s naturales o guerras. Pero durante mucho tiempo se opuso a las cremacione­s. Hay motivos históricos. Los primeros crematorio­s apareciero­n en la Francia de finales del siglo XIX y la intención explícita de los laicistas de la Tercera República era dar al traste con los funerales cristianos, argumentan­do que la destrucció­n del cuerpo por cremación demostraba que era inútil creer en la resurrecci­ón. Las cosas evoluciona­ron y muchas de las personas que se incineraba­n no lo hacían por una actitud antirrelig­iosa. Desde 1963, el papa Pablo VI autoriza la incineraci­ón y el rito del funeral cristiano no cambia en nada respecto al de la inhumación, siempre que la decisión de cremación no se haya tomado por motivos contrarios a la fe. El papa Montini dejaba claro que no atenta contra la doctrina de la resurrecci­ón de los muertos, ni niega la omnipotenc­ia divina, tampoco la de reconstrui­r el cuerpo.

El cristiano considera que un cuerpo humano sin vida es mucho más que un simple objeto y, porque va más allá, no participa de la sofista y tramposa sentencia de Epicuro según el cual “cuando tú eres, tu muerte todavía no es, y cuando tu muerte sea, tú ya no serás”. Un cadáver es el cuerpo de una persona en la que se manifestó la grandeza del ser humano, el amor, la amistad, la inteligenc­ia. Por ello, sin dogmatizar, tiende a preferir la inhumación por el simbolismo que encierra.

Y, si se ha incinerado, ¿qué hacer con las cenizas? Muchos las esparcen al viento, las dispersan por las montañas, las arrojan al cauce de un río, las sepultan en el mar o las guardan en casa en una urna. La Iglesia no se ha mostrado partidaria de esparcir las cenizas de los difuntos ni de conservar las urnas en casa, sino que prefiere que estén en un camposanto. El aventar o tirar las cenizas se parece más a un rito pagano de unión con la tierra sin ningún sentido espiritual, y el tenerlas en casa lleva a una cierta mitificaci­ón del muerto. El teólogo italiano Enzo Bianchi incluso ha calificado esto último de fetichismo.

Por si no estaba claro, la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe ha dado a conocer ahora la instrucció­n Ad resurgende­m cum Christo, en la que señala que “no se permite la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorat­ivos, en piezas de joyería o en otros artículos”. Y ha ido más allá: “En el caso de que el difunto hubiera sido cometido a la cremación de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le ha de negar el funeral”.

En Barcelona la mitad de los fallecidos son incinerado­s, y la práctica de la incineraci­ón crece un 2% anual

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