Una mirada incisiva
L’oeil de Baudelaire es el título de la muestra del poeta y crítico francés en el Musée de la Vie Romantique de París. La recuperación de una mirada cortante que captó como nadie la singularidad diríamos adámica del arte moderno. En efecto, Baudelaire fue un observador insaciable, “el eterno mirón” como le llamó Walter Benjamín en un ensayo memorable que valdría por sí solo la admiración perenne de la crítica literaria. Pero Baudelaire fue también un activo militante de la crítica artística y creador en buena medida del líquido y altivo disentir moderno. Con Delacroix, Corot y Courbet en el punto de mira, cuya obra interpretó con sensibilidad premonitoria en el híbrido contexto del Segundo Imperio. La encrucijada entre el romanticismo y el impresionismo pujante, cuando se celebraba la belleza sin normas.
Baudelaire fue un polemista hipersensible ante las transformaciones que marcan la industrialización europea y definen los nuevos tiempos hacia 1840. Admira el realismo pictórico, Manet, obsesionado por el colorido irascible de Delacroix. La comprometida crítica artística de Baudelaire se prueba en los salones a partir de 1845, una actividad apasionada en brega con el neoclasicismo y desconcertada, sí, por la vitalidad incombustible del romanticismo. La mort de Safo (1842), de Dugasseau, es un indicio. La visualización de la libre expresividad artística que exige de la obra la exaltación atrevida de las sensaciones de color. Los referentes son diáfanos y puntúan la inflexión de una cultura de la imagen afianzada en la obra, realista y fantaseada a la vez, con la complicidad de Daumier, Corot y Courbet. Baudelaire fue un poeta cardinal, además, que alcanzó con Les fleurs du mal quebrar la retórica clásica y subvertirla en una poesía de timbre y ritmo a través de una secuencia de motivos urbanos cercanos, que cautivaron a Rimbaud, Verlaine y Mallarmé. Curiosités artistiques (1868) y L’art romantique (1869) contienen el legado artístico de un prosista deslumbrador que vio en Diderot el pionero visionario al dar la voz al artista y escuchar los ecos contemporáneos de su obra.
El arte apasionado de un tiempo de titubeos permitió a Baudelaire la búsqueda de la originalidad sin cautelas. Nos situamos entre 1845 y 1863 y vemos en las caricaturas de Daumier el desafío cabal del presente, una obra que “combina audacia, sinceridad e imaginación”, pero que entrevé en Manet y Courbet el drama y la melancolía que inspiran a Delacroix y lo convierten en el modelo del arte nuevo. Quien dice romanticismo dice arte moderno, confiesa emocionado Baudelaire, es decir, “intensidad, color e inspiración que apuntan al porvenir”. Baudelaire intuye en Victor Hugo la osadía y la belleza de la provocación, pero se resiste a hablar de un tiempo ido y rastrea en el folletín y en la publicidad las pasiones burguesas que estimulan una detonante industria del entretenimiento, esa epidemia contemporánea.
Los comentarios punzantes del Salon de 1845, primera obra crítica de Baudelaire, adquieren la forma de un catálogo que descuida los nombres de los artistas y se sumerge en los temas escudado en apreciaciones radicales. Una secuencia de géneros artísticos –cuadros de historia, retratos, paisajes, grabados y esculturas– descritos en un estilo entrecortado a menudo ilegible. Habrá que esperar al Salon de 1846 para descubrir la manera narrativa genuina de Baudelaire inspirada, cierto, en Diderot, pero fiel a Stendhal, a la oposición entre “ideal y modelo” que regula la disposición del color y sus funciones en la estructura formal de la obra. El crítico potencia “el arrebato romántico” que trasforma en una visión de la belleza la imagen plástica, asequible ahora a un público hastiado de los romos cartones coloreados.
La mejor crítica, insiste Baudelaire, es aquella que comparte la diversión con la sorpresa, frente a la “fría y algebraica” didáctica de la Academia para explicar las pasiones. El enunciado feliz de una elegía sobre el placer sensible que vincula la pintura a la poética intuitiva de Les fleurs du mal. Quizás destaca aquí el talante estético de Baudelaire cuando afirma la originalidad de la obra, condición que exige al artista, y deja al espectador la respuesta inmediata y directa. Una llamada acaso urgente a las cualidades plásticas de la pintura al margen de la autoría y el prestigio del pintor o el taller. Un desafío formalista. Pinturas como San Agustín y Santa Mónica, de Schnaeffer, o Revêrie, de Flandin, son elocuentes para el crítico: imágenes hábiles que ajustan su contenido formal a la expresión, pero que no descuidan el equilibrio cromático ni la proximidad gestual. Y aquí despunta la afinidad con Delacroix (San Sebastián, 1835), arriesgado ejercicio pictórico, o los tempranos apuntes que irritaron en el Salon de 1845.
Pienso, con todo, que la obra gráfica de Daumier, junto al emotivo realismo de Courbet, se ajustan a la perfección al relato crítico de Baudelaire por su cercanía. La litografía Le dernier bain muestra al irresoluto suicida en equilibrio inestable sobre el pretil de un puente: los pies atados y una pesada piedra colgada al cuello del desgraciado hacen imposible la retirada… en tanto, en la orilla opuesta del río, un plácido pescador de caña se afana en su tarea. La terrible paradoja de la vida moderna. La simultaneidad de motivos dramáticos e irónicos tan difíciles de aunar en un relato convincente. El arte sin límites que debe ilustrar la modernidad figurativa. “Sé siempre poeta hasta en la prosa”, buena consigna.
Baudelaire fue cardinal, quebró la retórica clásica y la subvirtió en poesía de timbre y ritmo