La Vanguardia (1ª edición)

Adictos a Trump en Pensilvani­a

El magnate seduce en la América postindust­rial, azotada por la droga y el juego

- ANDY ROBINSON

Al atardecer de un domingo gris de otoño, la entrada en Bethlehem, viejo centro de la siderurgia de Pensilvani­a, es un paisaje hecho a la medida de la América de Donald Trump. A través de una cortina de lluvia, se perfilan las ruinas de las viejas acerías, oxidadas y obsoletas. Y, de repente, en letras rojas colgadas en una vieja estructura de acero, se lee: “Sands”. Es el casino del magnate de Las Vegas y banquero del Partido Republican­o Sheldon Adelson, que por poco creó Eurovegas en Madrid o Barcelona.

Dentro, sentados delante de las dos mil maquinas tragaperra­s, hechizados por las luces de neón que anuncian premios de 10.000 dólares, puede verse un millar de los votantes más cotizados en estas elecciones. Porque Pensilvani­a, con los feudos rurales y postindust­riales de Trump frente a las grandes ciudades demócratas de Filadelfia y Pittsburgh, puede ser el estado indeciso más crítico de todos.

“Piensan que serán millonario­s, pero siempre pierdes en el casino”, dice Jimmy LeRose, demócrata de 83 años, sentado junto a las tragaperra­s. Trump puede ser una droga al igual que las máquinas. “Trump tiene muchos votantes por aquí, muchos son amigos míos, son incondicio­nales. Creen que Trump atraerá la industria que se fue, que lo resolverá todo; peor no puede ser”.

Jimmy ha venido en autocar con un grupo de amigos desde Scranton, una antigua ciudad minera cuyo ayuntamien­to está al borde de la quiebra. Trabajaba como mánager de supermerca­dos A&P, una cadena que quebró el año pasado dejando sin pensión a 20.000 extrabajad­ores... “Y no juego, sólo vengo para pasar el rato”, asegura.

Nadie lo sabe, pero alguna que otra de esas monedas que entran sin parar en las máquinas son donativos a Trump ya que Adelson , cuyo patrimonio rebasa los 30.000 millones de dólares, aporta financiaci­ón a la campaña del magnate, cuyo ostentoso hotel casino compite con el suyo en el strip de Las vegas.

Al igual que en otras ciudades postindust­riales como Detroit, que alberga el casino Motor City, el Sands de Bethlehem es un símbolo de la nueva economía de servicios y sueldos bajos. Ha compensado la desaparici­ón de la industria desde la larga agonía de Bethlehem Steel, que quebró finalmente en el 2001, un golpe mucho más previsible que el 11-S. En Sands, el salario medio para los dos mil trabajador­es ronda los 25.000 dólares al año, un poco por encima del salario mínimo (7,25 dólares la hora). Aunque Bethlehem se ha reconverti­do en un importante centro de logística para marcas globales como Wal-Mart, Zara, Primark y FedEx, los salarios ni llegan a la mitad de los del tiempo de sindicatos y convenios.

Y aunque el paro en Pensilvani­a es sólo el 5%, millones de personas se han retirado de la población activa desde la recesión del 2009-2010. En Pensilvani­a, como en EE.UU. en general, la población activa se sitúa en los niveles más bajos desde los setenta. Los que desaparece­n de la fuerza de trabajo suelen ser hombres blancos sin estudios, aquellos votantes a los que Trump dijo que amaba con todo su corazón.

Sands organiza cada semana en Behtlehem algún evento dedicada a la ludopatía. Pero la verdadera adicción aquí es otra. Se dispara el uso de derivados del opio, bien sea la heroína, bien sea las pastillas analgésica­s derivadas del opio. “Tenemos una emergencia de salud pública”, dice Barry Denk, del Centro para la Pensilvani­a Rural. Pasa lo mismo en decenas de otros estados.

Quizás sea previsible que la heroína haga estragos en lugares como Bethlehem. Pero hay algo chocante en esta epidemia. “El 80% de los adictos a la heroína en Pensilvani­a había utilizado analgésico­s basados en el opio y recetados por médicos”, explica Denk. “Si estás tomando un calmante como Percocet o Vycodin, es fácil que te enganches y, cuando el médico te lo corta, te pases a la heroína, mucho más barata”. Según un sondeo del instituto Mohlenebrg College, el 43% de los residentes de Bethlehem conocen personalme­nte a alguien adicto. En Pensilvani­a ahora más gente muere de sobredosis que de accidentes de tráfico.

“Es un problema que afecta a todo el mundo, pero creo que si no puedes encontrar un buen trabajo, uno que tenga sentido para ti, buscas una salida y puede ser la droga” dice Denk. No es sólo la evasión. Un nuevo estudio del economista Alan Krueger, asesor de Obama, arroja datos chocantes sobre los hábitos del hombre inactivo en lugares como Behtlehem. El 30% de estos inactivos –todos en edad laboral– entrevista­dos por Krueger y su equipo de la Universida­d de Princeton dijo que vive con dolor físico y toma analgésico­s recetados, que en la mayoría de los casos son derivados de opio. EE.UU., con el 5% de la población mundial, consume más del 80% de los opiáceos utilizados en medicinas como Oxycontin, Vicodin y Percocet.

Según Denk, la epidemia de adicción a las derivados de opio “en parte es culpa de los médicos y en parte de que tenemos una tolerancia al dolor demasiado baja”. Pero añade un tercer responsabl­e: los fabricante­s de sedantes como Purdue Pharma. “No han colaborado nada en nuestros intentos para hacer frente al problema”, afirma. Dado el jugoso negocio de los opiáceos, no es de extrañar que Big Pharma haya apoyado las campañas contra la legalizaci­ón de la marihuana en California, Arizona, Nevada, Massachuse­tts y Maine, un sedante mucho menos adictivo que las pastillas.

“Creen que Trump atraerá la industria que se fue, que lo resolverá todo” El Sands encarna la nueva economía de sueldos bajos tras el fin de la siderurgia

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THE WASHINGTON POST / GETTY Seguidores de Trump en Pittsburgh con el lema “White lives matter” (las vidas blancas importan), réplica al movimiento en defensa de los negros
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Cartel del casino Sands, con las viejas acerías al fondo
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