‘Fuck you!’
Escribo a un amigo residente desde hace muchos años en California para preguntarle por la victoria de Trump. Sus explicaciones no se alejan, aparentemente, de lo que todo el mundo está diciendo estos días: me habla del malestar de las clases medias; y del agotamiento del modelo de dirección de las élites. “Trump es un narcisista de manual y un reputado estafador”, sostiene. Como estafador acreditado, ha mentido eficazmente sobre muchos temas. Y como narcisista, se ha pasado la campaña llamando la atención, que es lo que hacen todos los ególatras. En realidad, captando la atención de manera excéntrica y tremendista, se ha comportado como los personajes que triunfan en las televisiones o en internet. El éxito de Trump es el equivalente en política al éxito del horrible Gangnam style, que ha pasado a la historia de la música como la canción más reproducida en YouTube.
En un mundo dominado por un colosal e incesante ruido mediático, sólo es posible destacar acentuando el ruido, exacerbando la rareza, extremando la excentricidad. El narcisista Trump, que aprendió el juego de la notoriedad en un reality show, ha trasladado a la política los usos de la cultura actual. Una cultura que idolatra el éxito sin poner reparos en la manera de conseguirlo. Si grosería, obscenidad, excentricidad, tremendismo o provocación están a la orden del día en todas partes, ¿por qué debería abstenerse de ellos la política?
Pero mi amigo californiano insiste en el hecho social. “El Partido Demócrata, seducido por las élites educadas, ha ido abandonando la clase media trabajadora, su clientela principal”. Y argumenta esta afirmación ofreciendo una visión del sistema de partidos americano que seguramente desagradará a los politólogos: “En Estados Unidos –escribe– nadie espera un ápice de compasión del Partido Republicano. Los republicanos existen para legislar privilegios para los ricos. Son incapaces de mover un dedo para ayudar a los que han tenido una desgracia. Con rabia, pero lo aceptan. Para contrarrestar este desequilibrio, el presidente Franklin Roosevelt organizó el Partido Demócrata en torno a la clase media trabajadora”.
Mi amigo describe como “ética del trabajo” la visión que los demócratas desplegaron: “En tiempos de Roosevelt con un sueldo bastaba para adquirir la típica casita con jardín, comprar un coche sencillo, pagar unas vacaciones anuales y mandar a los dos niños al college. Estos trabajadores se criaron en la ética del trabajo. Trabajando duro, se alcanzaba el premio. Esta ética educó a la generación de la posguerra y a la siguiente. Una moral robusta para una gente familiarizada con el sacrificio. Unos valores sencillos, fáciles de transmitir en una sociedad tradicional”. Pero la ética del trabajo ya no existe. Ha desaparecido como la del ahorro. El viejo sistema de valores se ha hundido porque desapareció el sistema económico que le daba sentido. La economía global y la creciente robotización han impuesto nuevas reglas: “Ahora esta gente se siente desplazada por unas reglas y valores incomprensibles. Han pasado de ser trabajadores indispensables a ser una carga financiera insoportable para los empresarios. Los empresarios prefieren máquinas porque trabajan 24 horas al día. Cuando se estropean, las tiran y compran otras”.
Mi amigo californiano continúa describiendo lo que observa: “Muchos de estos trabajadores sólo tienen el bachillerato. Si se titularon en la universidad, sus estudios han quedado obsoletos. Cuando van a pedir trabajo, ni siquiera entienden las preguntas que les hacen. Para una persona de la clase media americana, no hay nada peor que quedarse sin trabajo. La sensación de fracaso y la pérdida de autoestima son insoportables. En algunas regiones el número de suicidios empieza a sobrepasar ya a las muertes por enfermedades comunes”.
Sostiene mi amigo que mientras el Partido Demócrata dejaba de preocuparse por los intereses de las clases medias profesionales, estas veían cómo los derechos de los inmigrantes, legales o ilegales, adquirían más y más protagonismo en la retórica de la izquierda americana. Los demócratas repiten diariamente que los inmigrantes tienen los mismos derechos que los trabajadores locales. “Más aún: se pasan el día discutiendo sobre temas como el derecho a no ser ofendido por un machista o el calentamiento del planeta. Estas discusiones entusiasman en los círculos intelectuales, pero a una persona que ha perdido el trabajo y que sabe que no va a recuperar la dignidad que el trabajo conlleva, no le hables de justicia social para los inmigrantes”.
Cuando las clases medias profesionales se sienten abandonadas por sus líderes, responden visceralmente. “En los años treinta ya sabemos cómo respondieron”, recuerda mi amigo. “Ahora, en Estados Unidos, han respondido votando a Trump. Saben que no les beneficiará en nada. Pero les da igual. Votar Trump es su manera de decirle, al Partido Demócrata: fuck you! Que se jodan las élites. Que se jodan los que nos han robado la dignidad”. Esta corriente visceral se fundó en Marsella hace unos 30 años, cuando muchos votantes comunistas y socialistas se pasaron a Le Pen.
Si grosería, excentricidad o provocación están a la orden del día, ¿por qué debería abstenerse de ellas la política?