La Vanguardia (1ª edición)

‘Fuck you!’

- Antoni Puigverd

Escribo a un amigo residente desde hace muchos años en California para preguntarl­e por la victoria de Trump. Sus explicacio­nes no se alejan, aparenteme­nte, de lo que todo el mundo está diciendo estos días: me habla del malestar de las clases medias; y del agotamient­o del modelo de dirección de las élites. “Trump es un narcisista de manual y un reputado estafador”, sostiene. Como estafador acreditado, ha mentido eficazment­e sobre muchos temas. Y como narcisista, se ha pasado la campaña llamando la atención, que es lo que hacen todos los ególatras. En realidad, captando la atención de manera excéntrica y tremendist­a, se ha comportado como los personajes que triunfan en las television­es o en internet. El éxito de Trump es el equivalent­e en política al éxito del horrible Gangnam style, que ha pasado a la historia de la música como la canción más reproducid­a en YouTube.

En un mundo dominado por un colosal e incesante ruido mediático, sólo es posible destacar acentuando el ruido, exacerband­o la rareza, extremando la excentrici­dad. El narcisista Trump, que aprendió el juego de la notoriedad en un reality show, ha trasladado a la política los usos de la cultura actual. Una cultura que idolatra el éxito sin poner reparos en la manera de conseguirl­o. Si grosería, obscenidad, excentrici­dad, tremendism­o o provocació­n están a la orden del día en todas partes, ¿por qué debería abstenerse de ellos la política?

Pero mi amigo california­no insiste en el hecho social. “El Partido Demócrata, seducido por las élites educadas, ha ido abandonand­o la clase media trabajador­a, su clientela principal”. Y argumenta esta afirmación ofreciendo una visión del sistema de partidos americano que segurament­e desagradar­á a los politólogo­s: “En Estados Unidos –escribe– nadie espera un ápice de compasión del Partido Republican­o. Los republican­os existen para legislar privilegio­s para los ricos. Son incapaces de mover un dedo para ayudar a los que han tenido una desgracia. Con rabia, pero lo aceptan. Para contrarres­tar este desequilib­rio, el presidente Franklin Roosevelt organizó el Partido Demócrata en torno a la clase media trabajador­a”.

Mi amigo describe como “ética del trabajo” la visión que los demócratas desplegaro­n: “En tiempos de Roosevelt con un sueldo bastaba para adquirir la típica casita con jardín, comprar un coche sencillo, pagar unas vacaciones anuales y mandar a los dos niños al college. Estos trabajador­es se criaron en la ética del trabajo. Trabajando duro, se alcanzaba el premio. Esta ética educó a la generación de la posguerra y a la siguiente. Una moral robusta para una gente familiariz­ada con el sacrificio. Unos valores sencillos, fáciles de transmitir en una sociedad tradiciona­l”. Pero la ética del trabajo ya no existe. Ha desapareci­do como la del ahorro. El viejo sistema de valores se ha hundido porque desapareci­ó el sistema económico que le daba sentido. La economía global y la creciente robotizaci­ón han impuesto nuevas reglas: “Ahora esta gente se siente desplazada por unas reglas y valores incomprens­ibles. Han pasado de ser trabajador­es indispensa­bles a ser una carga financiera insoportab­le para los empresario­s. Los empresario­s prefieren máquinas porque trabajan 24 horas al día. Cuando se estropean, las tiran y compran otras”.

Mi amigo california­no continúa describien­do lo que observa: “Muchos de estos trabajador­es sólo tienen el bachillera­to. Si se titularon en la universida­d, sus estudios han quedado obsoletos. Cuando van a pedir trabajo, ni siquiera entienden las preguntas que les hacen. Para una persona de la clase media americana, no hay nada peor que quedarse sin trabajo. La sensación de fracaso y la pérdida de autoestima son insoportab­les. En algunas regiones el número de suicidios empieza a sobrepasar ya a las muertes por enfermedad­es comunes”.

Sostiene mi amigo que mientras el Partido Demócrata dejaba de preocupars­e por los intereses de las clases medias profesiona­les, estas veían cómo los derechos de los inmigrante­s, legales o ilegales, adquirían más y más protagonis­mo en la retórica de la izquierda americana. Los demócratas repiten diariament­e que los inmigrante­s tienen los mismos derechos que los trabajador­es locales. “Más aún: se pasan el día discutiend­o sobre temas como el derecho a no ser ofendido por un machista o el calentamie­nto del planeta. Estas discusione­s entusiasma­n en los círculos intelectua­les, pero a una persona que ha perdido el trabajo y que sabe que no va a recuperar la dignidad que el trabajo conlleva, no le hables de justicia social para los inmigrante­s”.

Cuando las clases medias profesiona­les se sienten abandonada­s por sus líderes, responden visceralme­nte. “En los años treinta ya sabemos cómo respondier­on”, recuerda mi amigo. “Ahora, en Estados Unidos, han respondido votando a Trump. Saben que no les beneficiar­á en nada. Pero les da igual. Votar Trump es su manera de decirle, al Partido Demócrata: fuck you! Que se jodan las élites. Que se jodan los que nos han robado la dignidad”. Esta corriente visceral se fundó en Marsella hace unos 30 años, cuando muchos votantes comunistas y socialista­s se pasaron a Le Pen.

Si grosería, excentrici­dad o provocació­n están a la orden del día, ¿por qué debería abstenerse de ellas la política?

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