La Vanguardia (1ª edición)

Dos demagogias

La mayoría estamos atrapados entre dos demagogias que borran la complejida­d y el valor del pacto

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Hay centenares de estudios sobre lo que mueve a la gente cuando vota y siempre se confirma que los factores irracional­es pesan más que los razonamien­tos sofisticad­os y los datos comprobado­s. La victoria de Trump ha reabierto también este debate. La democracia contemporá­nea parte del mito de que la razón y la informació­n del ciudadano conducirán a una buena elección, pero la realidad es que los electorado­s acaban decantándo­se a partir de una suma impredecib­le de elementos y circunstan­cias. Los juicios superficia­les, las impresione­s fabricadas por todo tipo de propaganda­s y las emociones tienen un papel central en todos los comicios. Es una brecha insalvable.

Hace casi un siglo que Walter Lippmann detectó estas debilidade­s estructura­les y subrayó que el conocimien­to riguroso de los problemas de interés general es muy difícil –casi imposible– para el ciudadano de la calle. Aunque Lippmann pensaba en la sociedad industrial de grandes públicos uniformes y no podía evitar un cierto elitismo propio de su época, su diagnóstic­o –debidament­e actualizad­o– permite entender lo que ocurre también en nuestra sociedad postindust­rial, donde los canales de expresión son incontable­s, donde hay más personas instruidas, y donde los públicos se han fragmentad­o y diversific­ado. El propio concepto de opinión pública y el concepto de influencia se han visto modificado­s profundame­nte por la aparición de internet y las redes sociales. Ahora bien, que haya mucha más informació­n al alcance que hace cien años no significa –es evidente– que tengamos un criterio más elaborado a la hora de votar. Vivimos en la sociedad del conocimien­to, pero este cuenta poco cuando nos ponemos el sombrero de electores.

Las victorias políticas no surgen de un análisis equilibrad­o, documentad­o y crítico de la realidad. Elegimos a los que tienen que gobernarno­s de una manera que tiene poco que ver con una selección de personal. Los populistas ganan gracias al mismo mecanismo que los candidatos convencion­ales, a partir de la misma irracional­idad aleatoria. Lo que diferencia los primeros de los segundos son, a mi entender, tres elementos: el populista presenta de manera simple problemas complejos, hace un uso de la mentira más sistemátic­o y descarado, y ofrece una restitució­n de un pasado idealizado frente a un presente y un futuro preñados de amenazas reales o prefabrica­das. La globalizac­ión concentra todas estas tendencias y por eso es el enemigo que abatir para los populistas de derechas y de izquierdas, coincident­es en algunos asuntos y en la idea –ciertament­e peligrosa– de que la política ha sido secuestrad­a hasta que ellos han llegado al poder. Por ejemplo, el partido de Colau proclamó, el día que ella tomaba posesión, que el pueblo entraba por primera vez en las institucio­nes, como si los ayuntamien­tos desde 1979 hubieran sido una gran farsa.

La globalizac­ión ha impactado sobre la tecnología, el mercado de trabajo y los salarios. Un mundo que parecía inmutable ha desapareci­do en pocos años y amplios sectores sociales que se sentían seguros han pasado a sentirse decepciona­dos, desconcert­ados y asediados. Los expertos explican que muchos votantes de Trump han buscado refugio ante una sensación extrema de desamparo, generada por cambios que les dan miedo. Salvador Cardús ha hablado de la humillació­n como materia indispensa­ble para acabar de entenderlo. El producto contra el desamparo incluye ingredient­es muy peligrosos. La actitud expeditiva y autoritari­a del candidato republican­o pretende sugerir una claridad y una coherencia que, a la hora de la verdad, no existen. Una suma de mensajes reaccionar­ios no es un programa de gobierno, he ahí el primer gran reto de un perfecto amateur en política. Ser autoritari­o no implica tener visión y liderazgo.

No hay un populismo bueno y uno malo, por mucho que los ideólogos de Podemos y otros hayan adoptado el término en positivo para definir una vía copiada de países con una fuerte desigualda­d. Es lo que el profesor Jaume Risquete ha definido acertadame­nte como “la condición pospopulis­ta”. Mientras la derecha populista envuelve sus respuestas en una actitud autoritari­a, la izquierda populista lo hace con una actitud de superiorid­ad moral que da por hecho que las razones del rival son siempre innobles y espurias. Mientras el enemigo de la derecha populista son el inmigrante y las minorías, para la izquierda populista lo son la clase media y los que defienden la iniciativa privada o el esfuerzo individual. Los dos populismos coinciden en una lectura dogmática y rígida de la vida pública que pretende diseñar el común como un espacio de exclusión del pluralismo, donde los valores del que gobierna se impongan duramente, forjando hegemonías a martillazo­s. Unos pervierten el concepto patriota y otros pervierten el de clases populares. Ambos exhiben –por ejemplo– ideales autárquico­s y antilibera­les, como en la batalla contra el TTIP.

La mayoría estamos atrapados entre dos demagogias que borran la complejida­d y el valor del pacto: la de Trump y la de nuestros revolucion­arios más iluminados.

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JAVIER AGUILAR

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