El premio Sant Jordi de 1984
Una tradición del viejo periodismo dictaba que cada vez que se otorgaba un premio literario importante, uno de los miembros del jurado saliera a la palestra para explicar el veredicto, elogiar al ganador y apuntar algunos reparos a los finalistas. A menudo La Vanguardia ofrecía sus páginas para esta enojosa tarea, que, en el caso del premio Sant Jordi de novela catalana, recayó diversas veces en el crítico Josep Faulí. En los años ochenta, los premios literarios estaban menos orientados, dirigidos o pasteleados por las editoriales y los departamentos de marketing que hoy. Los escritores se presentaban y el libro que obtenía una mejor votación ganaba el premio. Faulí escribía al vuelo su artículo, que producía reacciones airadas, como ya pueden imaginarse. En 1982 le dieron el premio a un chaval de diecisiete años, Toni Pasqual, y ningunearon, entre otros, a Joan Francesc Mira, que tenía publicadas algunas novelas notables. El jurado difundió una nota en la que reñía a los autores catalanes por escribir tan mal y con tan poca gracia. En 1984, el premio Sant Jordi fue para Olga Xirinacs. Con tres damnificados, que Faulí despachó con aquella mezcla tan suya de rigidez y condescendencia: Josep Maria Carandell, Víctor Mora y Maria-Antònia Oliver.
En la perspectiva de más de tres décadas, las polémicas del premio Sant Jordi de 1982 y 1984 (el de 1983 lo ganó Jaume Cabré de manera incontestable) han de interpretarse en el contexto de las guerras culturales de aquellos años. Tras el triunfo de Jordi Pujol en las elecciones de 1980, se pretendía enterrar la cultura del antifranquismo. Josep Maria Carandell era un hombre de Tele-eXpres ,un
Los escritores que se presentan a premios literarios saben (o deberían saber) cómo va la cosa: no siempre responden a leyes objetivas
diario que se había decantado progresivamente hacia la izquierda, autor de Las comunas, una alternativa a la familia (1972), que fue un pequeño best-seller. Maria-Antònia Oliver había participado en el Congrés de Cultura Catalana, y se mantenía próxima a los independentistas del PSAN. Víctor Mora había militado en el PSUC: en El tramvia
blau, explicaba aventuras de la actividad clandestina y de la lucha sindical en la editorial Bruguera. De un golpe, se archivaban tres sectores activos de la izquierda antifranquista. El sector pujolista (Faulí, Triadú, Carreras) encontró a un aliado del sector cosmopolita (Jordi Llovet), interesado en demostrar el provincianismo de la literatura catalana. Cuántas arbitrariedades se producen en nombre de la pureza intelectual y de la alta literatura.
Los escritores que se presentan a premios literarios saben (o deberían saber) cómo va la cosa. A veces se gana y a veces se pierde por motivos difícilmente objetivables. No creo que pueda decirse que a un autor le ha hundido la carrera dejar de ganar un premio. Pero en 1984, Víctor Mora pasaba por un momento dulce, acababa de publicar Mozzarella i Gorgonzola, que es un gran libro, contaba con una trayectoria que le avalaba: el premio Sant Jordi habría sido un reconocimiento merecido. No lo ganó y la obra posterior se resintió de ello: arrinconada como crónica política y Víctor condenado a ser a todas horas el padre del Capitán Trueno.