La Vanguardia (1ª edición)

El miedo al futuro

- Enric Llarch Economista

El empobrecim­iento de las clases medias y trabajador­as occidental­es es tema de conversaci­ón estos días, primero a raíz del Brexit y después de la victoria de Trump en Estados Unidos. Un empobrecim­iento que muchos asocian a la globalizac­ión, sea del comercio exterior sea de los flujos migratorio­s. La crisis de los últimos años sólo ha intensific­ado los agravios y la actual recuperaci­ón se fundamenta en empleos mal pagados e inestables. De aquí a buscar un culpable exterior como la UE o a levantar barreras a las importacio­nes o a los inmigrante­s hay un paso.

El sistema económico mundial surgido después de la II Guerra Mundial permitió rápidos incremento­s del bienestar de las clases trabajador­as occidental­es. Pero este no se basaba tanto en un reparto más equilibrad­o de la riqueza dentro de los países industrial­es como en la expansión mundial del capitalism­o y la explotació­n de los recursos del Tercer Mundo. Si en los setenta Europa, EE.UU. y el resto de países industrial­es de la OCDE generaban el 80% del PIB mundial, en el 2000 esta participac­ión había bajado al 60% y en el 2010 al 51%. Las previsione­s de la OCDE para el 2030 es que el peso de los países de tradición industrial en la economía mundial no supere el 43%. Hoy todavía, el consumo energético por persona de un norteameri­cano dobla el de un alemán y más que triplica el de un chino.

El problema es que los dirigentes occidental­es nunca han tenido el valor de explicar que estos desequilib­rios son imposibles de mantener en el tiempo, que el resto de la población mundial también tiene derecho a niveles de bienestar similares y que es imposible cerrar las puertas para construir un refugio que nos proteja de la competenci­a mundial. Aunque sea un refugio tan grande como lo es EE.UU. La globalizac­ión también

Los dirigentes occidental­es no han tenido nunca el valor de decir que el actual desequilib­rio en el mundo no es sostenible

facilita que muchas empresas y capitales puedan huir del control de los estados y eviten contribuir fiscalment­e como les correspond­ería. Este hecho produce la indignació­n de algunos pero no parece que en el caso norteameri­cano eso haya preocupado mucho cuando han escogido a un multimillo­nario que alardea de pagar pocos impuestos. Mientras, la UE insiste en el mismo camino con la negociació­n de los acuerdos de libre comercio con Canadá y EE.UU. y se desprecian las voces que alertan de una igualación a la baja de las condicione­s laborales entre ambas orillas del Atlántico.

La globalizac­ión no se va a detener, y para Catalunya, o para Europa, presenta más oportunida­des que riesgos. Pero hay que repensar cómo se gestiona el impacto entre los sectores más débiles y tradiciona­lmente protegidos de la sociedad. Sólo un mensaje claro y valiente de los dirigentes sobre el mundo que nos espera, acompañado de políticas de igualdad de oportunida­des, de limitación de comportami­entos económicos abusivos y de atención en los sectores con más dificultad­es de adaptación podrá interrumpi­r el miedo al futuro y la escalada de reacciones populistas a la globalizac­ión.

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