El miedo al futuro
El empobrecimiento de las clases medias y trabajadoras occidentales es tema de conversación estos días, primero a raíz del Brexit y después de la victoria de Trump en Estados Unidos. Un empobrecimiento que muchos asocian a la globalización, sea del comercio exterior sea de los flujos migratorios. La crisis de los últimos años sólo ha intensificado los agravios y la actual recuperación se fundamenta en empleos mal pagados e inestables. De aquí a buscar un culpable exterior como la UE o a levantar barreras a las importaciones o a los inmigrantes hay un paso.
El sistema económico mundial surgido después de la II Guerra Mundial permitió rápidos incrementos del bienestar de las clases trabajadoras occidentales. Pero este no se basaba tanto en un reparto más equilibrado de la riqueza dentro de los países industriales como en la expansión mundial del capitalismo y la explotación de los recursos del Tercer Mundo. Si en los setenta Europa, EE.UU. y el resto de países industriales de la OCDE generaban el 80% del PIB mundial, en el 2000 esta participación había bajado al 60% y en el 2010 al 51%. Las previsiones de la OCDE para el 2030 es que el peso de los países de tradición industrial en la economía mundial no supere el 43%. Hoy todavía, el consumo energético por persona de un norteamericano dobla el de un alemán y más que triplica el de un chino.
El problema es que los dirigentes occidentales nunca han tenido el valor de explicar que estos desequilibrios son imposibles de mantener en el tiempo, que el resto de la población mundial también tiene derecho a niveles de bienestar similares y que es imposible cerrar las puertas para construir un refugio que nos proteja de la competencia mundial. Aunque sea un refugio tan grande como lo es EE.UU. La globalización también
Los dirigentes occidentales no han tenido nunca el valor de decir que el actual desequilibrio en el mundo no es sostenible
facilita que muchas empresas y capitales puedan huir del control de los estados y eviten contribuir fiscalmente como les correspondería. Este hecho produce la indignación de algunos pero no parece que en el caso norteamericano eso haya preocupado mucho cuando han escogido a un multimillonario que alardea de pagar pocos impuestos. Mientras, la UE insiste en el mismo camino con la negociación de los acuerdos de libre comercio con Canadá y EE.UU. y se desprecian las voces que alertan de una igualación a la baja de las condiciones laborales entre ambas orillas del Atlántico.
La globalización no se va a detener, y para Catalunya, o para Europa, presenta más oportunidades que riesgos. Pero hay que repensar cómo se gestiona el impacto entre los sectores más débiles y tradicionalmente protegidos de la sociedad. Sólo un mensaje claro y valiente de los dirigentes sobre el mundo que nos espera, acompañado de políticas de igualdad de oportunidades, de limitación de comportamientos económicos abusivos y de atención en los sectores con más dificultades de adaptación podrá interrumpir el miedo al futuro y la escalada de reacciones populistas a la globalización.