La Vanguardia (1ª edición)

No, no, no

- Antoni Puigverd

La palabra más usada en España es corta y expeditiva: “No”. No me gusta, no lo soporto, no puedo verlo ni en pintura. La más difícil de oír es “sí”. También es corta, pero más complicada de articular. Ni siquiera en forma de condiciona­l, sin acento, aparece el si: “¿Y si él estuviera en lo cierto?”. La cosa viene de lejos. En la cultura española, el diferente siempre ha sido un sospechoso. No tenía la sangre limpia. Era un marrano, un falso converso, un chueta, un disidente, un heterodoxo, un loco. Durante siglos, los inquisidor­es normalizar­on la necesidad de negar la vida y la palabra a todos aquellos que no respondían al modelo. El no hispánico, por lo tanto, viene de lejos y arraiga en la tierra de la intoleranc­ia: expulsar, condenar, exiliar.

Las minorías lo han pasado siempre mal, en España. Los judíos, los erasmistas, los protestant­es, los homosexual­es, los gitanos, los afrancesad­os, los que tenían el atrevimien­to de vivir o pensar a su manera. Lo pasaban mal los liberales en territorio carlista y, viceversa, los carlistas en territorio liberal; los republican­os en la España nacional y los católicos en la republican­a. Muchos padres educaron a sus hijos en castellano para que no pasaran la vergüenza de hablar una lengua descrita como un dialecto de perros, campesinos o maleducado­s.

A veces, ciertament­e, el no es defensivo y está justificad­o. Pero a menudo, hasta en estos casos, esconde la incapacida­d de pronunciar un sí constructi­vo. Por ejemplo, el célebre “¡No pasarán!” que el bando republican­o convirtió en eslogan dramático de una guerra que Franco inició levantándo­se contra la legalidad republican­a (una legalidad, sin embargo, que los partidario­s de la república habían puesto diariament­e en peligro). La guerra desembocó en las múltiples, represivas y siniestras negaciones de una dictadura que duró cuarenta años. No tendrás libertad, no te dejaremos vivir, no te dejaremos volver, no podrás opinar, manifestar, desplazart­e. No podrás usar públicamen­te tu lengua.

Ya en democracia, después de unos brevísimos y fugaces “sí” (sí a la libertad, sí a la amnistía, sí a la pluralidad política y cultural), enseguida regresaron las viejas intoleranc­ias del no. Enseguida, en política, comenzó a ponerse de moda aquel tópico: al enemigo, ni agua. Por ello, cada vez que gobierna el PP tiene que hacerlo con mayoría absoluta: es incapaz de compartir nada con los demás. Su visión de España no admite peros ni complement­os. Así han dejado pudrir el pleito territoria­l, así han despreciad­o el necesario reparto de los costes de la crisis, así se han enfrentado al cambio generacion­al o a las propuestas de reforma. No, no, no. Incluso ahora que necesitaba­n los votos de los demás, Rajoy ha preferido quemar el PSOE durante un año, a fuego lento, antes de promover, como era su obligación, un inclusivo programa de reformas.

Además de intolerant­e, el no democrátic­o es cómodo. Es una manera como otra de holgazanea­r: “OTAN, de entrada, no”, decía el PSOE por miedo a perder votos si pronunciab­a el sí que deseaba. Cuando Felipe González agotó su programa de modernizac­ión, el PSOE tan sólo supo idear una táctica: la negación del PP. Durante 20 años, los socialista­s han vivido de las rentas de esta negación. De ahí el daño que les causa el concesivo sí de última hora.

Ahora estamos viviendo un momento apoteósico del no. Del “no dejaremos votar los catalanes” hemos pasado al “no dejaremos gobernar al PP”. Pactar, conversar, relacionar­se con el otro ya es peor que un mal ideológico: es un símbolo de debilidad. El sí está hoy más caro que nunca; en cambio, el no es garantía de superviven­cia. Así ha sucedido con el no a la Lomce. Se considera una gran victoria porque el PP ha tenido que tragárselo cual aceite de ricino. Sin embargo, todo el mundo sabe que la buena educación necesita perentoria­mente un sí. Y todo el mundo sabe también que este sí nunca llegará. El fracaso escolar es enorme. Los instrument­os de evaluación internacio­nal indican una y otra vez el bajo nivel de la educación en España. Pero los partidos celebran el no a la reválida, en lugar de aprovechar la debilidad de todos ellos para suscitar el pacto que la educación necesita.

Sólo hay un no difícil de pronunciar: el no de los padres a los hijos, el no de los políticos a sus votantes, el no del programado­r de televisión a la basura que tanta audiencia le da. En estos casos predomina “el sí del adulador”. Conseguir que los tuyos te aplaudan, he ahí el único objetivo. He ahí el cinismo dominante: nada es bueno o malo, todo es convenient­e o inconvenie­nte para mis intereses.

“Ve a rehabilita­ción”, le decía el padre de Amy Winehouse a su hija; y ella, que murió a los 27 años por culpa del alcohol, proclamaba en aquella canción que le dio tanto éxito: “No, no, no”. Su relativism­o nos domina. “I didn’t get a lot in class / But I know it don’t come in a shot glass”. “No aprendí casi nada en la escuela / pero tampoco sacaré mucho del vaso”. En cierto modo es eso lo que dijeron las Cortes la semana pasada: da igual un botellón que una escuela.

Y dijeron las Cortes la semana pasada: da igual un botellón que una escuela

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RAÚL

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