No, no, no
La palabra más usada en España es corta y expeditiva: “No”. No me gusta, no lo soporto, no puedo verlo ni en pintura. La más difícil de oír es “sí”. También es corta, pero más complicada de articular. Ni siquiera en forma de condicional, sin acento, aparece el si: “¿Y si él estuviera en lo cierto?”. La cosa viene de lejos. En la cultura española, el diferente siempre ha sido un sospechoso. No tenía la sangre limpia. Era un marrano, un falso converso, un chueta, un disidente, un heterodoxo, un loco. Durante siglos, los inquisidores normalizaron la necesidad de negar la vida y la palabra a todos aquellos que no respondían al modelo. El no hispánico, por lo tanto, viene de lejos y arraiga en la tierra de la intolerancia: expulsar, condenar, exiliar.
Las minorías lo han pasado siempre mal, en España. Los judíos, los erasmistas, los protestantes, los homosexuales, los gitanos, los afrancesados, los que tenían el atrevimiento de vivir o pensar a su manera. Lo pasaban mal los liberales en territorio carlista y, viceversa, los carlistas en territorio liberal; los republicanos en la España nacional y los católicos en la republicana. Muchos padres educaron a sus hijos en castellano para que no pasaran la vergüenza de hablar una lengua descrita como un dialecto de perros, campesinos o maleducados.
A veces, ciertamente, el no es defensivo y está justificado. Pero a menudo, hasta en estos casos, esconde la incapacidad de pronunciar un sí constructivo. Por ejemplo, el célebre “¡No pasarán!” que el bando republicano convirtió en eslogan dramático de una guerra que Franco inició levantándose contra la legalidad republicana (una legalidad, sin embargo, que los partidarios de la república habían puesto diariamente en peligro). La guerra desembocó en las múltiples, represivas y siniestras negaciones de una dictadura que duró cuarenta años. No tendrás libertad, no te dejaremos vivir, no te dejaremos volver, no podrás opinar, manifestar, desplazarte. No podrás usar públicamente tu lengua.
Ya en democracia, después de unos brevísimos y fugaces “sí” (sí a la libertad, sí a la amnistía, sí a la pluralidad política y cultural), enseguida regresaron las viejas intolerancias del no. Enseguida, en política, comenzó a ponerse de moda aquel tópico: al enemigo, ni agua. Por ello, cada vez que gobierna el PP tiene que hacerlo con mayoría absoluta: es incapaz de compartir nada con los demás. Su visión de España no admite peros ni complementos. Así han dejado pudrir el pleito territorial, así han despreciado el necesario reparto de los costes de la crisis, así se han enfrentado al cambio generacional o a las propuestas de reforma. No, no, no. Incluso ahora que necesitaban los votos de los demás, Rajoy ha preferido quemar el PSOE durante un año, a fuego lento, antes de promover, como era su obligación, un inclusivo programa de reformas.
Además de intolerante, el no democrático es cómodo. Es una manera como otra de holgazanear: “OTAN, de entrada, no”, decía el PSOE por miedo a perder votos si pronunciaba el sí que deseaba. Cuando Felipe González agotó su programa de modernización, el PSOE tan sólo supo idear una táctica: la negación del PP. Durante 20 años, los socialistas han vivido de las rentas de esta negación. De ahí el daño que les causa el concesivo sí de última hora.
Ahora estamos viviendo un momento apoteósico del no. Del “no dejaremos votar los catalanes” hemos pasado al “no dejaremos gobernar al PP”. Pactar, conversar, relacionarse con el otro ya es peor que un mal ideológico: es un símbolo de debilidad. El sí está hoy más caro que nunca; en cambio, el no es garantía de supervivencia. Así ha sucedido con el no a la Lomce. Se considera una gran victoria porque el PP ha tenido que tragárselo cual aceite de ricino. Sin embargo, todo el mundo sabe que la buena educación necesita perentoriamente un sí. Y todo el mundo sabe también que este sí nunca llegará. El fracaso escolar es enorme. Los instrumentos de evaluación internacional indican una y otra vez el bajo nivel de la educación en España. Pero los partidos celebran el no a la reválida, en lugar de aprovechar la debilidad de todos ellos para suscitar el pacto que la educación necesita.
Sólo hay un no difícil de pronunciar: el no de los padres a los hijos, el no de los políticos a sus votantes, el no del programador de televisión a la basura que tanta audiencia le da. En estos casos predomina “el sí del adulador”. Conseguir que los tuyos te aplaudan, he ahí el único objetivo. He ahí el cinismo dominante: nada es bueno o malo, todo es conveniente o inconveniente para mis intereses.
“Ve a rehabilitación”, le decía el padre de Amy Winehouse a su hija; y ella, que murió a los 27 años por culpa del alcohol, proclamaba en aquella canción que le dio tanto éxito: “No, no, no”. Su relativismo nos domina. “I didn’t get a lot in class / But I know it don’t come in a shot glass”. “No aprendí casi nada en la escuela / pero tampoco sacaré mucho del vaso”. En cierto modo es eso lo que dijeron las Cortes la semana pasada: da igual un botellón que una escuela.
Y dijeron las Cortes la semana pasada: da igual un botellón que una escuela