La Vanguardia (1ª edición)

Arrepentim­ientos

- Joana Bonet

El nuevo orden occidental ha desmontado la lógica del enfoque razonable y sistémico, asunto que nos causa gran pesar a quienes creemos en la justicia social, incluso en la poética. No abundaré aquí en la lista de los terrores que cada día escuchamos ni en la corriente que nos apresa en la incertidum­bre. Hay una voluntad de explicar en conjunto la escalada de la radicalida­d en EE.UU., Francia, Hungría o Inglaterra como partes de diferentes cuerpos unidos por la misma cabeza monstruosa: la del populismo. Los imaginamos todos juntos: Trump, Marine Le Pen, Putin, el Brexit, y la estampa produce una mezcla de terror y cachondeo. Si no fuera verdad, podría tratarse de una portada de El Mundo Today o una novela de Houellebec­q, pero así se muestra la realidad, cabreada y movilizada por el efecto rebote de la crisis. No deberíamos sorprender­nos tanto; el caldo se viene cociendo sin tregua, dejando macerar carnes e ideas a fuego lento. Y, así, han llegado a legitimars­e la intoleranc­ia o el ataque en forma de reacciones a una cotidianid­ad miserable. El rostro más ruin de la crisis financiera y política, el que no admite la resilienci­a ni el coraje mostrado por una depauperad­a clase media, prescinde de valores como solidarida­d o igualdad y se juega el futuro en un casino donde se prohíbe la entrada al otro, ya sea disidente o extranjero.

Nuestros tiempos están contaminad­os por el insulto. “Bad hombres”, “traidores” y “gilipollas”, rezan los titulares. Los futbolista­s cracks le gritan al árbitro fuck off y los parlamenta­rios se llaman por el nombre del puerco. Hemos pasado de la dictadura de la corrección política a legitimar el incivismo. Si antes el insulto descalific­aba al maleducado que lo lanzaba, hoy es una herramient­a que ha demostrado dar buenos réditos. En la televisión se grita más que nunca, y una gran parte de los contenidos responden a un nivel cultural tembloroso. En las redes, se acribilla al que razona de forma diferente; le llaman “fascista” o “feminazi”, son obsesivos, escupen sangre; se desea la muerte del prójimo con una frivolidad escalofria­nte. Hemos convivido con esa zafiedad, bramando que el lobo está aquí, aunque sin advertir que en verdad ya aullaba entre nosotros, confianzud­os, pasotas, individual­istas o desencanta­dos, riendo las chanzas de los demagogos desde una superiorid­ad moral que los legitimaba.

Pero mientras una parte de la sociedad retrocedía, hastiada de la política, la otra daba dos pasos hacia delante, movilizada a través de la política de las emociones cosida de promesas pletóricas y eslóganes amenazante­s. Spinoza sostenía que los remordimie­ntos son tóxicos pernicioso­s que interfiere­n en nuestra comprensió­n, aunque a la vez son imprescind­ibles con el fin de perdonarse a uno mismo. ¿De qué sirve el lamento? ¡Cuántas veces hubiéramos querido modificar el pasado! Pero si arrepentir­se significa regenerar pieles muertas, tomar impulso y poner a enfriar el caldo, no hay duda de que el nuestro es un mundo arrepentid­o.

El lobo ya aullaba entre nosotros riendo las chanzas de los demagogos desde una superiorid­ad moral

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