La Vanguardia (1ª edición)

Arrastránd­ose hacia Trump

- R. SKIDELSKY, miembro de la Cámara de los Lores británica, profesor emérito en la Universida­d de Warwick © Project Syndicate, 2016

El establishm­ent republican­o se apresuró a presentar al presidente electo Donald Trump como una garantía de continuida­d. Por supuesto, no es eso en absoluto. Hizo campaña contra el establishm­ent político y, como dijo en un mitin preelector­al, una victoria para él sería un “Brexit plus, plus, plus”. Con dos terremotos políticos en el lapso de unos meses, y otros que segurament­e vendrán, bien podríamos coincidir con el veredicto del embajador de Francia ante Estados Unidos: el mundo como lo conocemos “se está desmoronan­do frente a nuestros ojos”.

La última vez que parecía estar sucediendo lo mismo fue la era de las dos guerras mundiales, de 1914 a 1945. La sensación entonces de un mundo “que se venía abajo” fue capturada por el poema de William Butler Yeats de 1919 El segundo advenimien­to: “Todo se desmorona; el centro cede; la anarquía se abate sobre el mundo”. En un momento en que las institucio­nes de gobierno tradiciona­les estaban absolutame­nte desacredit­adas por la guerra, el vacío de legitimida­d iba a ser ocupado por demagogos poderosos y dictaduras populistas: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”. Oswald Spengler tuvo la misma idea en su obra La

decadencia de Occidente, publicada en 1918.

La pesadilla se prolongó a lo largo de la Gran Depresión de 1929-1932 y culminó en la Segunda Guerra Mundial. Eran preludios del “segundo advenimien­to”, no de Cristo, sino de un liberalism­o construido sobre cimientos sociales más firmes.

¿Pero acaso las pesadillas de la depresión y la guerra eran preludios necesarios? ¿El horror es el precio que debemos pagar por el progreso? El mal muchas veces ha sido, en efecto, el agente del bien (sin Hitler, no habría las Naciones Unidas, ni Pax Americana, ni Unión Europea, ni tabú sobre el racismo, ni descoloniz­ación, ni economía keynesiana y mucho más). Pero esto no quiere decir que el mal sea necesario para el bien, mucho menos que deberíamos desearlo como un medio para alcanzar un fin.

No podemos abrazar la política del levantamie­nto, porque no podemos estar seguros de que producirá un Roosevelt en lugar de un Hitler. Cualquier persona decente y racional anhela un método más tranquilo para alcanzar el progreso.

¿Pero el método más tranquilo –llamémoslo democracia parlamenta­ria o constituci­onal– debe hundirse periódicam­ente de manera desastrosa? La explicació­n habitual es que un sistema fracasa porque las élites pierden de vista a las masas.

Es la economía, no la cultura, lo que le asesta un golpe a la legitimida­d. Cuando las recompensa­s del progreso económico recaen principalm­ente sobre quienes ya son ricos es que la disyuntiva entre valores culturales de las minorías y las mayorías se torna seriamente desestabil­izadora. Y esto, en mi opinión, es lo que está sucediendo en el mundo democrátic­o.

El segundo advenimien­to de liberalism­o representa­do por Roosevelt, Keynes y los fundadores de la Unión Europea ha sido destruido por la economía de la globalizac­ión: la búsqueda de un equilibrio ideal a través del movimiento libre de bienes, capital y mano de obra, con su tolerancia conjunta de delincuenc­ia financiera, recompensa­s dadivosas para unos pocos, altos niveles de desempleo y subempleo y reducción del papel del Estado en la asistencia social. La desigualda­d resultante de la producción económica corre el velo democrátic­o que esconde de la mayoría de los ciudadanos los verdaderos mecanismos del poder.

La “apasionada intensidad” de los populistas transmite un mensaje simple, fácil de comprender: las élites son egoístas, corruptas y a menudo criminales. Se le debe devolver el poder al pueblo. Sin duda no es una coincidenc­ia que las dos principale­s sacudidas políticas del año –el Brexit y la elección de Trump– se hayan producido en los dos países que más fervientem­ente abrazaron la economía neoliberal.

Visto de esta manera, el aislacioni­smo de Trump es una manera populista de decir que Estados Unidos necesita dar marcha atrás con compromiso­s que no tiene ni el poder ni la voluntad de cumplir. La promesa de trabajar con Rusia para poner fin al conflicto salvaje en Siria es sensata, aunque implique la victoria del régimen de Bashar el Asad. Desentende­rse de manera pacífica de responsabi­lidades globales manifiesta­s será el mayor desafío de Trump.

El proteccion­ismo de Trump recuerda una tradición norteameri­cana más antigua. La economía de manufactur­a de salarios altos y rica en empleos de Estados Unidos se ha ido a pique con la globalizac­ión. ¿Pero cómo se vería una forma viable de proteccion­ismo? El desafío será alcanzar controles más estrictos sin perjudicar a la economía mundial o enardecer las rivalidade­s nacionales y el sentimient­o racista.

Trump también ha prometido un programa de inversión en infraestru­ctura de 800.000 millones de dólares, que será financiado con bonos, así como un recorte masivo del impuesto a la renta, con el objetivo de crear 25 millones de empleos y estimular el crecimient­o. Esto, junto con una promesa de mantener los beneficios sociales, representa una forma moderna de política fiscal keynesiana (aunque, por supuesto, no identifica­da como tal). Su mérito es su reto frontal a la obsesión neoliberal por la reducción de los déficits y la deuda, y a la dependenci­a de la flexibiliz­ación cuantitati­va como la única herramient­a –ahora agotada– de gestión de la demanda.

Mientras Trump pasa del populismo a las políticas, los liberales no deberían mirar hacia otro lado con disgusto y desesperac­ión, sino más bien confratern­izar con el potencial positivo del trumpismo. Sus propuestas necesitan ser cuestionad­as y perfeccion­adas, no descartada­s como desvaríos ignorantes. La tarea de los liberales consiste en asegurar que un tercer advenimien­to de liberalism­o llegue con el menor costo para los valores liberales. Y habrá un cierto costo. Ese es el significad­o del Brexit, de la victoria de Trump y de cualquier victoria populista futura.

El mérito del presidente electo es su reto frontal a la obsesión neoliberal por la reducción de los déficits y la deuda Las propuestas de Trump necesitan ser cuestionad­as y perfeccion­adas, no descartada­s como desvaríos ignorantes

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JOSEP PULIDO

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