Abandonados de la mano de dios
El jueves el misionero argentino Pedro Opeka pasó por Barcelona y por la Ciudad Deportiva del Barça para saludar a sus compatriotas Messi y Mascherano. Opeka es conocido por su trabajo en Madagascar, que lo ha convertido en uno de esos eternos candidatos al Nobel de la Paz que nunca lo ganan. Los medios de comunicación lo llaman Apóstol de las Basuras por su trabajo en zonas socialmente castigadas del país. El contraste entre los principios de austeridad de Opeka y la opulencia de los futbolistas de élite es notable. Sin embargo, Opeka no sólo antepuso el argentinidad a cualquier otra condición sino que, tras confesar que le había sorprendido la humildad y la sensibilidad social de ambos jugadores, soltó, refiriéndose a Messi, un comentario herético: “El hijo de dios vive en Barcelona”.
Que nadie se rasgue las vestiduras. La prueba de que Messi es inequívocamente humano es que el viernes sufrió un inoportuno virus intestinal. No me imagino al auténtico hijo de dios consumiendo fortasecs a todo trapo, con el pelo teñido por un peluquero desaprensivo, el cuerpo barnizado de tatuajes de iconografía pagana, perseguido por la inquisición tributaria y llorando de rabia por no poder jugar un partido que él habría ganado. Consecuencia: contra el Málaga el sábado al Barça se le notaron más las ausencias que las presencias, un fenómeno preocupante pero que, como mínimo, no desactivó la voluntad de ganar de todos los que jugaron.
De hecho, el Barça ganó gracias a un gol incorrectamente anulado de Piqué. El esfuerzo de Piqué también hay que contextualizarlo en una fase felizmente titánica de su vida. Lo remató todo, fue el delantero más peligroso del equipo (Arda Turan ha vuelto a su estado de confusión culiforme tras un inicio de temporada extraordinario, y Alcácer tiene la mala suerte de convencer mucho a Luis Enrique, pero poco a los millones de culés que lo abuchean cuando se entromete para estropear una posible oportunidad o para certificar que aún no se ha quitado de encima el pánico escénico que lo agarrota) y, aunque volvía de una lesión, rindió a un nivel que quizás no llega a la categoría de hijo de dios pero sí de primo segundo.
Aunque, mirado desde un prisma diferente pero igualmente religioso, quizás convendría empezar a creerse las teorías de algunos especialistas en antropología física y considerar que el hijo de dios podría ser negro y llamarse Kameni. Kameni nació en la misma ciudad que Eto’o y, siempre que juega contra el Barça, confirma su pasión por las proezas y exhibe un talento irredento que nos amarga la tarde. El sábado tuvo la milagrosa capacidad de multiplicar el virus intestinal y contagiarlo a miles de culés, que salieron del Camp Nou con una explícita propensión al desahogo escatológico.
Fue una lástima, porque la semana nos había traído la buena noticia del acuerdo de patrocinio con Rakuten, macerado con una discreción tan prodigiosa que activó la temeraria tendencia a la impaciencia de parte de los medios de comunicación, tan ansiosos por adelantar la noticia que optaron por, basándose en hechos reales, practicar la ficción. En la industria de la comunicación, estos errores suelen olvidarse enseguida. Los errores de Alcácer, en cambio, se acumulan de manera exponencial a medida que pasan los minutos de sequía goleadora.
De un delantero centro se espera cierta
De un delantero centro como Paco Alcácer se espera cierta capacidad de intimidación
capacidad de intimidación, eso que, sin definir de un modo preciso, relacionamos con la sensación de peligro. Que no toque el balón durante media hora no me parece tan grave y estoy seguro de que eso también le pasaba a Romário. O, por volver a Leo Messi, en su último partido con la selección, el argentino sólo participó en ocho jugadas pero tres acabaron en gol, una fue intranscendente y las otras fueron peligrosas. En el caso de Alcácer, Luis Enrique acierta al defenderle. Pero, por suerte o por desgracia, los aficionados no disponemos de la misma información que tiene el entrenador y cuando vemos que el jugador no progresa, reaccionamos con una franqueza visceral. En realidad, es el anverso emocional de una reacción que, cuando empiece a marcar goles y a asustar a los defensas rivales, nos llevará a ensalzarlo con la misma desmesura.