Memoria histórica, histérica y chuchos de crema
Para celebrar el 20-N, Raül Romeva dijo que todavía resuenan los ecos de melodía franquista. Sería un buen nombre para un grupo de danza contemporánea compuesto por estatuas decapitadas: Ecos de Melodía Franquista. Hoy el franquismo es un contenedor de materia inorgánica ideal para cuando se acaban los argumentos y no se quiere explicar cómo solucionar los problemas. Es una apuesta segura si se trufa con la apología de la memoria histórica, instrumentalizada para obviar la necesidad igualmente reparadora de saber dónde acabaron los ejecutados por la ubicua pulsión pistolera o los que entraron vivos en las checas y salieron muertos. O sea: un censo científico de la barbarie.
Todo es memoria, incluso los 27.000 fusilados que, según el fétido cinismo franquista, que celebramos como la bufonada de la efeméride, tuvieron el privilegio de lo sumarísimo. Hoy hablar de Franco permite reforzar el vínculo auténtico con las víctimas, pero también azuza la engañosa facilidad con que nos adherimos a base de clics a campañas solidarias. Además, desvía la atención sobre el deterioro de derechos y deberes e instaura la ouija como método de interpretación de la realidad. La recreación de una nueva memoria impone un relato que olvida un detalle: las condiciones de la reconciliación las impuso el supremacismo vencedor. Por eso tenemos la cultura política que tenemos, gracias al totalitarismo castrense vencedor pero también a la negligencia de los perdedores, que ahora pretenden atribuir al franquismo las negligencias cometidas por gobiernos democráticos (también catalanistas).
Los ecos franquistas no se combaten con ecos antifranquistas, sino con mucha justicia y educación y rechazando la espiral retrospectiva como combustible electoralista. Por eso se agradece la afirmación del presidente Carles Puigdemont en El suplement (Catalunya Ràdio): “Catalunya tiene una de las mejores pastelerías de Europa”. ¡Por fin una verdad irrefutable! Como hijo de una saga de rancio abolengo pastelero, sabe de qué habla y admira uno de nuestros monumentos calóricos: el chucho gerundense de crema. Cuando los médicos aún no habían intervenido mi salud con recortes neoliberales, esperaba como agua de mayo el día en el que Jordi Bosch nos bajaba una caja de chuchos de la pastelería Castelló. Si cerraba los ojos y paladeaba el choque de trenes entre mi vida gris y la untuosa luminosidad de la crema y la calidez de la pasta, entendía que, en una pastelera dimensión del cosmos, otro mundo es posible. Ahora debo conformarme con evidencias más insípidas, como el nombramiento de Enric Millo o descubrir que para participar en las primarias para escoger candidato de derechas a la presidencia de Francia tienes que pagar dos euros. ¡Qué gran idea! Si vamos a perder las elecciones, como mínimo ganemos un dinerillo.
Los ecos franquistas no se combaten con ecos antifranquistas