La Vanguardia (1ª edición)

Extraño despertar

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Chesterton decía haber hallado las verdaderas leyes del universo en los cuentos de hadas, mientras la ciencia sólo le ofrecía “extrañas coincidenc­ias”. En este momento de desconcier­to quizá haya que acudir a los cuentos en busca de una explicació­n para los acontecimi­entos inesperado­s que se suceden sin darnos tregua. Siguiendo los pasos de Xavier Vives, que tomaba su inspiració­n en la Alicia de Lewis Carroll (La Vanguardia, 17/XI/2016), buscaré la mía en La Bella Durmiente, aquella princesa a quien un príncipe despertó de su prolongado letargo.

El letargo en que se sumió Europa al final de la Segunda Guerra Mundial ha sido bien descrito por Dominique Venner (19352013), un activista francés convertido en historiado­r, apasionado y contradict­orio, a quien nuestra corrección política no dudaría en calificar sumariamen­te de “facha”, perdiendo así sus muchos destellos de lucidez. Decía Venner que en 1945 una Europa deshecha, agotada por dos guerras fratricida­s que ella misma había iniciado, fue presa de las dos grandes potencias vencedoras, Estados Unidos y la Unión Soviética, que, según él, se habían propuesto acabar con ella como uno acaba con un forúnculo molesto. Los europeos permanecie­ron pasivos por espacio de una generación mientras la guerra fría se desarrolla­ba sobre sus cabezas; durante años oscilaron sus simpatías entre el comunismo soviético y la democracia norteameri­cana, hasta que el derrumbe de la URSS inclinó la balanza hacia lo que algunos han llamado el “comunismo de mercado” venido de EE.UU. Sólo unos espasmos pueriles, en mayo de 1968, dieron fe de que en las ruinas de la civilizaci­ón europea aún había algo de vida. La crisis financiera no la sacó de su sopor; los refugiados que llamaban a la puerta de Europa sólo lograron que se tapara la cabeza con la colcha. Un poco antes a Venner, que contemplab­a horrorizad­o esa dormición de Europa, no se le ocurrió otra cosa, para alertar a los europeos del destino que les esperaba, que inmolarse frente al altar mayor de Notre Dame.

Un final melodramát­ico, dirán. De acuerdo, pero Venner, que no estaba loco, fue fiel a sus conviccion­es hasta las últimas consecuenc­ias; como los Koestler o los Zweig antes que él, se negó a ser cómplice de un mundo que se había dejado despojar de su sustancia. No nos neguemos a ver lo que su sacrificio quería decir: él quería decir que Europa estaba perdiendo su alma, y que vivir en un pueblo sin alma no es vivir: todos los exiliados lo saben. Una cultura nace, florece y, tarde o temprano, desaparece; hemos visto desaparece­r muchas, hemos ayudado a morir a más de una. Lo mismo puede pasarle a la nuestra: sin ser inevitable es, desde luego, algo posible.

Pero la fortuna ha sonreído a la princesa: acaba de presentars­e un príncipe a despertarl­a. Aunque rubio y de ojos azules, no es exactament­e lo que esperaba; casi podríamos decir que no es su tipo. Pero eso es lo de menos, porque además resulta que no ha venido a pedirle que se case con él. Al contrario, viene a decirle que se separa, que en el futuro quiere estar, si acaso, en la orilla de otro mar, y que no está dispuesto a seguir pagando lo que cuesta mantenerla dormida: protección, mantenimie­nto y demás. Extraño despertar, desde luego, pero despertar al fin. Esta vez la princesa no puede hundir la cabeza en la almohada y hacer como si no pasara nada. Está despierta, sola e indefensa; aquellos que estaban a su servicio cuando se durmió se han ido a trabajar con el príncipe. Ahora ha de arreglárse­las sola.

Naturalmen­te, el final de este cuento depende de nosotros. El despertar de la princesa es real: EE.UU. (no sólo su futuro presidente) ha perdido su interés por Europa; de ella sólo le interesa hoy su situación geográfica, entre el Atlántico y Rusia. Bien mirado, ese desinterés es una magnífica oportunida­d, una ocasión para que Europa recobre su propia voz. Aunque cuesta pensar en una Europa sin Inglaterra, es incluso concebible que el alejamient­o que supone el Brexit facilite al resto de países de la Unión la búsqueda de un camino común. Que ayude a reducir la dependenci­a respecto del “modelo anglosajón”, algo necesario, porque Europa no puede pensar en imitar a Estados Unidos: no es unos Estados Unidos de segunda, sino una criatura distinta.

Europa tiene ahora una oportunida­d de dejar atrás la mediocrida­d y de comportars­e como un adulto. El primer paso para conseguirl­o es reconstrui­r la comunidad que un día fue Europa, algo que no se logrará repartiend­o subvencion­es, sino ayudando a los europeos a recuperar sus vínculos naturales. Las naciones seguirán siendo un componente de la identidad de cada cual durante un tiempo. El retorno a los nacionalis­mos no es más que la señal del fracaso de esa “cosmocraci­a” que quiere regir un mundo globalizad­o. Pero ¿y los líderes? Los líderes están a la medida de los problemas: a problemas mediocres, líderes mediocres. Cuando nos decidamos a afrontar nuestros problemas crearemos a quienes nos ayuden a resolverlo­s.

Que EE.UU. pierda interés por Europa es una buena oportunida­d para que Europa recobre su propia voz

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PERICO PASTOR

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