La Vanguardia (1ª edición)

La otra ‘Patria’

- Jordi Amat

Hará un par de años y medio recibí un correo de Kirmen Uribe. Sabía que era un escritor vasco y me sonaba que había ganado el premio Nacional de Narrativa por su primera novela. Nada más. Uribe me contó que estaba siguiendo la pista de un hombre cuya memoria ha devorado el olvido: Txomin Letamendi. Uribe sabía que el último acto de aquella tragedia había empezado en una estación de metro de Barcelona un día de 1947. Delegado clandestin­o del Partido Nacionalis­ta Vasco en Catalunya, ese trompetist­a –a quien la cabrona historia convirtió primero en gudari y luego en espía– había heredado los contactos de su predecesor en la ciudad.

Uno de los resistente­s catalanist­as que trató era Josep Benet. Como yo estaba investigan­do a Benet, nos puso en contacto la editora catalana de Uribe. (Revelemos, entre paréntesis, que esa editora –mi amiga Pilar Beltrán– ha colocado sobre mi cabeza una afilada guillotina porque sospecha, y no le falta razón, que si no existe una amenaza de muerte no terminaré la biografía de Benet.) Paseamos con Kirmen alrededor de la comisaría de Via Laietana, de infausta memoria. Fue allí donde empezó el infierno de torturas que arruinó la vida de Letamendi. A Benet, que fue detenido poco después, le asustaron, pero no le tocaron: una llamada del Abat Escarré facilitó su rápida liberación. Pero Letamendi quedó colgado en el foso de la represión. Cuando salió de la cárcel, sólo vivía para morir.

La historia de Letamendi y su mujer, Karmele Urresti, la cuenta Uribe en La hora de despertarn­os juntos. A través de la peripecia de esa pareja y sus familias, sentimos encarnada la historia vivida del nacionalis­mo vasco democrátic­o. Hay derrotas, exilios, desesperan­zas y fidelidad. La novela, que es rigurosa dinamita emocional y que tendrá recorrido internacio­nal, se acaba de publicar (en euskera, inmediatam­ente en catalán y en castellano). Leída tras haber llorado con la colosal Patria de Aramburu, se instala en la conciencia el ansia de fraternida­d. Porque las verdades unívocas no son patrimonio de nadie y la edificació­n de una comunidad en libertad exige, siempre que sean justas, comprender las razones del otro.

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