La noche del enredo
Como se ha informado, la sala Beckett del Poblenou se ha inaugurado con La desaparició de Wendy, una obra de Josep Maria Benet i Jornet (Barcelona, 1940), prolífico autor con una dilatadísima y bien conocida trayectoria y miembro del patronato de la fundación constituida para velar por el buen funcionamiento de la nueva entidad. Buscar qué texto de Benet sería el más adecuado para la apertura de la nueva sala Beckett –institución que viajaba de la calle Alegre de Dalt de Gràcia a Pere IV con la venturosa carga de un prestigio incuestionable– podía parecer un trabajo difícil ante la casi cincuentena de obras dramáticas del autor.
He ahí, sin embargo, que el recuerdo de una fantasía sobre la capacidad transformadora del discurso y de la arquitectura teatral simplificó la búsqueda y apostó rápidamente por el título mencionado. Parecía que tenía que ser la mejor manera de celebrar el nacimiento de un espacio para cuya magia escénica Benet y el director Oriol Broggi podían suministrar, en principio, una muestra lo bastante atractiva.
La pieza es de un atrevido absurdo. Un problema surgido con los decorados de Peter Pan obliga de repente a una compañía de cómicos a cambiar sobre la marcha el argumento y los papeles de los personajes. La desaparició de Wendy, una curiosa locura, fue escrita por Benet i Jornet en dos meses y medio de 1973. Y no deja de sorprender que, con una experiencia todavía breve como dramaturgo, el autor tuviera la audacia de moverse por una heterodoxia alocada que apuntaba a una “madurez” y a una libertad interior formidables.
En el epílogo de la primera edición del texto (Edicions 62, 1974), Feliu Formosa escribía: “en la La desaparició de Wendy, el autor parte de una saludable ausencia de esquemas, sirviéndose de un lenguaje popular espontáneo (...)”. Y ahora, releyendo la obra y disfrutando positivamente de esta fórmula, se hace difícil entender por qué el director Oriol Broggi parece haber convertido la falta de esquemas en el pretexto para organizar una confusión mucho menos gratificante que las sorpresas que nos depara la lectura del original. Creo que, en este caso, la admirada sensibilidad del director, al estimular la capacidad de improvisación de los intérpretes, se ha enredado en un desorden excesivo, carente de los subrayados y de las pausas que seguramente habrían clarificado el juego y sus recodos más decisivos. En la vertiente positiva de la dirección, hay que apuntar algunas buenas referencias espriuanas, incluida, me ha parecido, la tonada de la danza final de Ronda de mort a Sinera. Y en el terreno de una interpretación, correcta de conjunto, el trabajo destacado de Joan Anguera, de Xavier Ripoll y de la Wendy Diana Gómez, un modelo de expresividad.