Halcones y palomas
Unas semanas antes del 9 de noviembre del 2014 hubo una deliberación en el Gobierno de España sobre cuál debía ser la conducta que seguir ante el propósito del Govern de la Generalitat de llevar a cabo la anunciada consulta sobre la independencia de Catalunya, con la argucia del “proceso de participación ciudadana”.
El Ministerio del Interior tenía perfectamente localizado el almacén donde se guardaban las urnas de cartón confeccionadas en los talleres de la prisión de Lleida. El operativo policial era factible, pero difícil de llevar a cabo en secreto. La difusión internacional de imágenes de la Guardia Civil secuestrando urnas en España era casi inevitable. Ministros veteranos como José Manuel García-Margallo, Jorge Fernández Díaz y Ana Pastor eran partidarios de una actuación tajante. Mensaje claro a la sociedad española, aunque las imágenes de televisión no fuesen muy simpáticas. Siempre locuaz, el ministro Margallo lo argumentaba así: “Máxima firmeza para poder abrir de inmediato una negociación sobre la reforma de la Constitución”.
La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y su entorno veían las cosas de otra manera. Consideraban nociva para el Gobierno la imagen del secuestro de las urnas. Doctrina de la contención. Tolerar la convocatoria informal de la Generalitat, controlando con lupa todos sus detalles. El presidente Mariano Rajoy apostó por la tolerancia vigilante. El Gobierno se comunicaba con la Generalitat a través de un comité informal integrado por el exconseller Joan Rigol, que tenía línea directa con Artur Mas, el sociólogo Pedro Arriola, asesor de cabecera de Rajoy, y el socialista José Enrique Serrano, exjefe de gabinete de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero, que informaba al PSOE. En Moncloa esperaban que Artur Mas mantuviese un perfil bajo durante la jornada del 9-N.
Se colocaron las urnas, el sistema informático resistió un potente hackeo y más de dos millones de catalanes acudieron a los centros de votación. Mas compareció por la noche ante los periodistas extranjeros que habían viajado a Barcelona con el recuerdo del referéndum escocés aún reciente. Estaba satisfecho. Tácticamente le había ganado la partida a Oriol Junqueras. Podía haber convocado elecciones de inmediato, pero prefirió esperar a las municipales de mayo del 2015. Cometió un grave error: CDC perdió la alcaldía de Barcelona, dato fundamental para comprender el actual momento catalán.
La prensa de Madrid puso el grito en el cielo. Hubo rebufo. Algunos comités provinciales del Partido Popular se pusieron muy nerviosos. Llamaron a Génova pidiendo explicaciones. Faltaban poco más de seis meses para las elecciones locales y las cosas no pintaban nada bien. En la Moncloa saltaron las alarmas. Rajoy temía por su flanco derecho y se vio en la obligación de reaccionar ante la platea. Se impartieron inmediatas instrucciones a la Fiscalía. Los fiscales de Catalunya no apreciaban delito. El fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, se resistía a actuar a golpe de pito. Ordenó la querella y se fue.
Dos años después, Margallo y Fernández Díaz no están en el Gobierno. Sáenz de Santamría se ocupa de manera expresa de la cartera de Catalunya y es bastante evidente que la dinámica judicial en curso dificulta su novísima estrategia de “imaginación y empatía”.
El 9-N dividió al Gobierno Rajoy, que acabó activando a la Fiscalía por temor a su flanco derecho