Distancia corta
Para glosar las ventajas y virtudes del cuento como género, los que lo practican pueden recurrir a metáforas amablemente tramposas. A mí me gusta comparar la narrativa breve con los 100 metros lisos, la prueba más popular, universal y mediática del atletismo. Que un espectáculo que apenas dura diez segundos concite tanta expectación confirma que la brevedad nunca será un inconveniente y que los valores de la velocidad y la distancia corta son perfectamente compatibles con la monumentalidad o la torrencialidad de las novelas (que suelen contener virtudes de resistencia, administración del esfuerzo, épica, trascendencia y polifonía propios del maratón).
De hecho, da la impresión de que este es uno de los malentendidos más recurrentes de la industria editorial, publicar novelas defectuosas por exceso de anabolizantes que habrían funcionado como cuentos o cuentos lisiados por exceso de sustancia que contienen todos los ingredientes para transformarse en novelas notables. Igual que los 100 metros, los cuentos obligan a tener un objetivo cercano. En el mejor de los casos, conviene alcanzarlo a base de intensidad, simplicidad y transparencia, evitando la posibilidad de cometer algún error (cuanto más breve es el texto, más grave parece el error).
De manera que, contraviniendo la normativa que establece que toda narración debe tener una exposición, un nudo y un desenlace, muchos cuentos se ahorran el nudo e incluso la exposición. Es más: a veces adoptan una estructura más parecida a la de un poema, una receta o una canción. Cada zancada de los velocistas resulta decisiva, igual que cada frase o párrafo de un cuento no puede distraerse con elementos que otros géneros no sólo admiten sino que exigen. Una novela escrita con la técnica de un cuento fracasará tanto como un cuento escrito con tempo y alma de novela.
Pero, ya puestos a hacer comparaciones efervescentes, pirotécnicas o temerarias, también se podría afirmar que cada historia tiene su tamaño. Y que del mismo modo que ser bajo o delgado no significa ser mejor o peor que ser alto o gordo, hay historias que pueden contarse perfectamente con pocas palabras y con una voluntad de concisión y de administrar los ingredientes con la máxima eficacia posible. Después, si alguien desea seguir creyendo que los cuentos son un ejercicio de preparación y entrenamiento para futuros novelistas, que no son comerciales ni interesan, que no han aportado gran cosa al canon literario universal o se empeñan en citar con suficiencia caricaturesca el pobre dinosaurio de Monterroso (un día no podrán comprobar si el dinosaurio sigue estando allí al despertar porque el monstruo se los habrá zampado mientras duermen) o en repetir el discutible, reduccionista y flácido aforismo de Mies van der Rohe, no perdáis ni un minuto en intentar combatir la superpoderosa potencia de la ignorancia y de los clichés.
En cambio, sumergíos en el placer de ordenar mentalmente, como si fueran constelaciones infinitas o alineaciones de equipos de fútbol felizmente imposibles, los apellidos de vuestros grandes cuentistas de cabecera. Cuentistas que, con la elegancia, la fuerza y el carisma de Usain Bolt, os han proporcionado momentos de intensa y perdurable satisfacción. Tres alineaciones hipotéticas entre una infinita diversidad: Borges, Askildsen, Manganelli, Calders, Polgar, Hempel, Cortázar, Buzzati, Calcedo, Sedaris y Salter; o Bioy, Vila-Matas, La Bute, Davis, Morábito, Monzó, Keret, Millás, Bausch, Krzyzanowski y Lara; o Dobyns, Homes, Landolfi, Banks, Hernández, Saki, Parker, Kakfa, Cheever, Carver y Munro... ¿Y Chéjov? Chéjov es uno de los fundadores del club del cuento moderno y, sin que sea obligatorio, actúa como una referencia. Como la prueba de que, también en literatura, el tamaño, si es el adecuado, siempre es importante.
Puestos a hacer comparaciones, también se podría decir que cada historia tiene su tamaño Igual que los 100 metros, los cuentos y los relatos obligan a tener un objetivo cercano