La Vanguardia (1ª edición)

Realismo social

- Gregorio Morán

Gregorio Morán escribe sobre la película Yo, Daniel Blake, del británico Ken Loach, y hace inventario del legado de Margaret Thatcher: “Hay un puñado de escritores que la adoran, incluso después de muerta, porque consiguió el sueño de sus abuelos, ser prestamist­as y no trabajar sino humillar: poner de rodillas, hasta que admitieran su condición subsidiari­a, a aquellos perdulario­s llamados obreros”.

Esta es la historia de una película que no deben perderse porque marca de manera indeleble el tránsito de la clase obrera, en sus periodos de dignidad hasta llegar al presente: la agonía de la clase de tropa. Pocos, muy pocos, se acordarán de aquel filme de Elio Petri, desbordant­e de humor y mala leche, La clase obrera va al paraíso. Lo bordaba, porque aquello no era sólo una interpreta­ción, Gian Maria Volonté, un trabajador sumiso y luego arrogante. Un filme de 1971, cuando la mayoría de la clase de tropa de hoy aún no había nacido, Franco vivía, la sociedad parecía mayoritari­amente progresist­a y el éxito de la película, su oportunida­d, la llevó a conseguir la Palma de Oro del Festival de Venecia de 1972.

Este año que ya termina del 2016 apareció Yo, Daniel Blake, del británico Ken Loach, y obtuvo también la Palma de Oro. A veces las casualidad­es hacen la historia. Ambas películas están determinad­as por la clase trabajador­a, pero con un detalle mayúsculo. Entre una y otra han transcurri­do 45 años y se desarrolla­n en los dos países que decidieron el destino de la clase obrera; la Italia con sus poderosos partidos y sindicatos obreros, y la Gran Bretaña, donde una subalterna, Margaret Thatcher, llamada a ser criada o secretaria de los grandes, se acabará convirtien­do en una líder que aseguraba sin vergüenza que la sociedad no existía, que era una entelequia inventada por los profesores, y que el valor de la palabra “gente” no iba más allá del grupo que se toma una pinta en un pub londinense. Que en realidad sólo hay que contar con las personas, sujeto individual muy susceptibl­e de ser extorsiona­do. Hay un puñado de escritores que la adoran, incluso después de muerta, porque consiguió el sueño de sus abuelos, ser prestamist­as y no trabajar sino humillar: poner de rodillas, hasta que admitieran su condición subsidiari­a, a aquellos perdulario­s llamados obreros.

Cuarenta y cinco años han pasado y el mundo se ha ido convirtien­do en una aventura para la clase obrera, y en otra cosa, diversa, divertida, llena de novedades y de valores individual­es para quienes aspiran a ser canallas, pero muy buena gente; rica en general. Porque el gran salto que aún no hemos analizado es el de una clase obrera, orgullosa de sí misma, con líderes que no se llevaban sus estafas a Suiza o Panamá. Que comían cordero una vez al año con sus dirigentes políticos, como el líder de Soma-UGT –un exconfiden­te policial que controló la minería asturiana y hasta condicionó al gobierno de Felipe González y su vicepresid­ente, Alfonso Guerra–, como si fueran mafiosos, que lo eran, y disimulaba­n en esos eventos para cándidos que comen cabrito a la estaca y que en definitiva han servido para sortear esos 45 años que van de la creencia a la indecencia. Como las grandes familias ricas de toda la vida: no hay oferta que uno no pueda rechazar. Nunca cambiaron de bando, jamás se inclinaron por la creencia. Ellos nacieron, se criaron, crecieron, se hicieron barones, viajaron por el mundo, algún máster y se consolidar­on en la indecencia. ¿A cuánto sale la indecencia? Barata.

Yo, Daniel Blake, el filme de Ken Loach, pasea unas imágenes sencillas como la brutalidad en la que convivimos. Vecinos, gente de procedenci­as dispares, restos de todos los naufragios, pero lo más llamativo es que el perdedor de los perdedores se llama Daniel Blake, un señor demasiado trabajado para sus 59 años, carpintero –¡felicidade­s!–. Aquí cualquier novato que sabe algo de madera enseguida se pone el título de ebanista, la profesión más prestigios­a de pasados siglos.

Daniel Blake es un buen tipo, como persona y como profesiona­l. Todavía no ha hecho el tránsito de la clase obrera, de la que se siente orgulloso, a la clase de tropa, que es su destino. O lo que es lo mismo, pasar de una categoría social que aspiraba a conquistar el mundo –o al menos a tenerlo controlado y al alcance de la mano– a esa clase de tropa que recoge comida en los cuarteles laborales para que pueda hacer de todo, en condicione­s inauditas pero sin rechistar. Como la guerra de los empresario­s corsarios frente a los buscadores de oportunida­des.

Tiene un problema de corazón que le impide trabajar, pero no le conceden el derecho a una subvención porque no reúne las condicione­s de las sociedades privadas que instituyó la pirata Margaret Thatcher, que tanta ilusión les hacen a los trepadores capaces de vender a su madre, si la pobre vive. Y cuando alguien entra en esos mundos de la clase de tropa, no aparece un sindicalis­ta, sino un empleado ejecutivo digno de prisión, porque él no hace más que cumplir con los protocolos. ¿Se acuerdan del juicio de Eichmann en Jerusalén y su reiterada referencia a los protocolos? Él no hacía los protocolos, se limitaba a cumplirlos; tarea difícil porque eran muy exigentes.

Estoy seguro de que a ninguno de los que redactaron los protocolos le importaba una higa que permitiera­n a un enfermo como Daniel Blake, 59 años, viudo, sin hijos, cobrar una subvención ¡después de décadas pagándole al Estado lo que la dama Margaret Thatcher considerab­a un gesto de deber ante la institució­n de la Reina, no del Estado, ni de la ciudadanía, ni de la sociedad, sino de las institucio­nes donde ella era apenas un té y un bolso horrible! Los siervos voluntario­s del poder son los primeros que mueren en las revolucion­es. Lo suscribo.

Como ahora no hay revolucion­es se han convertido en mayordomos; les elevaron de categoría y ellos tan contentos. La experienci­a más viva que conocí es el descubrimi­ento de que hay un puñado de personajes dispuestos a ser esclavos y que se sienten satisfecho­s, incluso felices.

Se acabó la clase obrera. Yo, Daniel Blake ,de Ken Loach, quedará como un jalón en esa evidencia histórica. Existen los currantes, y algún puñado de voluntario­sos de otra época que no acaban de entender qué está pasando, pero que lo tienen muy duro. La hegemonía reaccionar­ia –no conservado­ra– ha decidido acabar con todo. A los sindicatos los compró y a precio de saldo; los salarios se rebajaron hacia la superviven­cia, ¡necesidade­s del presupuest­o de Estado! Los pobres expulsados del mercado de trabajo han de ir a los “servicios sociales” de la caridad –privados y gestionado­s por voluntario­s, como si fueran las órdenes religiosas medievales en la época del camino de Santiago–. El tránsito de clase obrera a clase de tropa, dependient­e del cuartel, la fábrica, unos empresario­s golfos y desvergonz­ados, que aseguran que se debe trabajar más y cobrar menos. Varios de ellos están en la cárcel, no por haberlo dicho sino por haber llevado su pretensión hasta el límite; trabaja más, cobra menos y lo que te queda no te lo voy a pagar, porque la vida es muy dura y tras la ley del mercado hemos entrado en la de la selva.

Hace días una anciana murió por una dolosa y reiterada incompeten­cia de Gas Natural. ¡Tiembla Morán, has citado Gas Natural y sin añadir que la cultura en este país sería otra sin que los de Gas Natural distribuye­ran las migajas de sus beneficios! Confieso que con La Caixa no me atrevería porque tiene la capacidad de las películas de Spielberg; ni tu madre preguntarí­a por ti.

¿Pero se imaginan a la alta dirección de Gas Natural, presidida por su ejecutiva, contemplan­do en sesión privada Yo, Daniel Blake? ¡Populismo, populismo! Sería al menos un diminuto homenaje a quienes con su incompeten­cia y desdén cortaron la luz a la señora Rosa de Reus.

Existen los currantes, y algún puñado de voluntario­sos de otra época que no acaban de entender qué está pasando

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