El presidente siembra dudas sobre su propia victoria
El magnate afirma que ganaría el apoyo popular “sin los millones de votos ilegales”
Bajo la órbita de Donald Trump, Estados Unidos ha entrado en lo que ya se denomina “la nueva normalidad”. Una circunstancia que no deja de ser más que una variante actualizada del clásico concepto de república bananera.
Consiste en, sin prueba científica alguna, sospechar de todos y de todo lo que suena a crítico y presentarse como víctima de una conspiración. Pero en este caso hay una variante inédita. La denuncia no procede del perdedor.
Trump, no se olvide, el vencedor del 8-N, ha cuestionado el sistema electoral estadounidense, de forma sin precedentes, una vez encumbrado por el resultado. En su cadena de tuits de la tarde-noche del domingo habló de “serio fraude” y aseguró que habría ganado el voto popular “si se descuentan los millones de personas que votaron ilegalmente”.
Su afirmación, carente de fundamento, salvo el de las webs de noticias falsas, fue condenado de inmediato por las autoridades de los tres estados a que aludió (California, Virginia y New Hampshire) y por los expertos.
“No existe ninguna evidencia de fraude”, replicó ayer Josh Earnest, portavoz de la Casa Blanca frente a la proclama de Trump, que no ha hecho más que reforzar la alarma sobre el futuro del país.
Hillary Clinton le saca casi tres millones de sufragios. Sin embargo, estos votos se distribuyen de tal manera –en especial en las grandes ciudades de ambas costas–, que le ha dado a su rival una mayoría de compromisarios en los colegios electorales, que son los en realidad deciden los comicios
Los analistas sostenían que, una vez consagrado como presidente electo, el Twitter del candidato se tranquilizaría y no sacaría más humo. Que acabaría con las conspiraciones del mal perdedor y se desvanecerían las conjuras de supuesta manipulación.
Tres semanas después se ha demostrado que Trump tiene el enemigo metido dentro de su cuerpo: su exceso de ego. Así que él mismo siembra dudas sobre las elecciones que ha ganado y aporta razones para los recuentos.
Se ha sentido aguijoneado en su orgullo por una candidata insignificante: Jill Stein. La ecologista ha forzado la revisión en Wisconsin –arranca el jueves– y ayer anunció que han planteado esta misma auditoría en Pensilvania –el plazo concluía este lunes– mientras que el de Michigan finaliza el miércoles. El cómputo total cierra el 12 de diciembre.
Activistas y profesores informáticos detectaron la pasada semana en estos tres estados decisivos una anomalía entre los votos electrónicos –muy decantados hacia Trump– y los físicos. Esto provocó la suspicacia de una posible interferencia de piratas informáticos extranjeros, alusión más que clara a Rusia vistos los precedentes de la campaña.
Ante esta situación, Stein abrió una campaña por internet para recaudar los fondos necesarios para proceder al recuento. Ha recaudado más de seis millones, suficiente para seguir adelante.
“Es una estafa”, replicó el presidente electo y tuitero en jefe, quien insinuó que la ecologista sólo
El presidente electo se enfrenta al recuento en al menos dos estados y a una guerra interna por Romney
buscaba hacer fortuna. La administración Obama emitió un comunicado en el que remarcó que no se había detectado la acción de posibles hackers.
Pese a que Hillary Clinton no parece estar por la labor, su equipo anunció que participaría en la revisión de Wisconsin. Todo apunta que a Trump, con un guerra interna por el posible nombramiento del ex candidato Mitt Romney como secretario de Estado –hoy lo recibe de nuevo–, esto le ha sacado de sus casillas.
Si bien unos creen que le preocupa cómo acabe esto, otros consideran que no hace más que echar leña al fuego para despistar en el acecho por el conflicto de intereses entre su imperio privado y la labor presidencial.