La imaginación política
Lo que nos separa de una cierta fealdad del mundo es nuestra imaginación. Gracias a ella, convertimos una inservible discusión en un juego de ingenio y plenitud intelectual. El filósofo y poeta inglés Owen Barfield nos legó una de las afirmaciones más certeras para enfrentarnos al mundo: “El uso sistemático de la imaginación será en el futuro un requisito no sólo para el incremento del conocimiento, sino también para salvar las apariencias del caos y la inanidad”. Todo depende del modo en que percibimos la realidad, por encima de lo que acontece en ella. En buena medida, la imaginación es el factor clave en el que radica la capacidad para renovar nuestro entorno, cuya pretensión de alcanzar precisión y exactitud lo reduce a una discusión de eficiencia. En un momento de gran confusión, sin saber hacia dónde nos dirigimos, como si fuéramos sonámbulos, habría que celebrar la imaginación como antídoto a la rutina que, como el polvo, se acaba asentando en todo lo que hacemos y somos. Uno de los espacios más necesitados de imaginación son nuestras instituciones públicas. Algunas recuerdan por su contundencia, corpulencia y fijeza, a los caballeros medievales ataviados de pesadas armaduras, como el Tribunal Constitucional español. Otras, por su ligereza , se nos muestran como un espacio vacío, como es el caso del Senado. Cabe, pues, plantearse si la actual crisis institucional no es sólo política, sino carente de imaginación, tan necesaria para situarlas en nuestro presente y proyectarlas al futuro.
Las instituciones deben entenderse como entidades biológicas. Nacen, crecen y mueren como los seres vivos, aunque algunos las consideren cercanas a la inmortalidad. Y, como entidades biológicas, en ellas todo lo que no tiende a renovarse envejece más rápido, se afea. Por ello, la crisis de los medios de comunicación públicos no es sólo un problema económico, sino también es el resultado de no haber hecho un esfuerzo de imaginación para situar su encaje en el futuro de nuestra sociedad. Fukuyama advertía del peligro que supone que las instituciones públicas dediquen todas sus fuerzas a sobrevivir, a preocuparse sólo de ellas, al margen de la sociedad que las legitiman y les dan continuidad. El miedo a no querer imaginar nuevos escenarios para nuestra arquitectura institucional supone dejar sin estímulos a los ciudadanos para defenderlas.