La Vanguardia (1ª edición)

Última noche en el cabaret

- Jordi Amat

Para quienes amamos la música clásica, 2016 ha sido un luctuoso. Dos de los más grandes nos han dejado. Ha muerto un genio del Renacimien­to –Leonard Cohen– y un experiment­ador del barroco –David Bowie–. Pero ni que sea por justicia poética, quizás para contrapesa­r, la Academia Sueca nos ha regalado una alegría. Cuando cantamos el responso de la revolución que fue el rock and roll, ahora que las viejas glorias se dedican más a componer memorias que a redactar nuevas canciones, el Nobel de Literatura ha sido concedido a Bob Dylan, el patriarca. Pueden protestar estetas y puretas, apocalípti­cos o proteccion­istas. Situándolo junto a Faulkner o Steinbeck, Eliot o Hemingway, el Nobel a Dylan significa la plena canonizaci­ón institucio­nal de una cultura que se supo hacer esencial transgredi­endo el sistema desde el corazón de la industria.

El 13 de octubre pasado un viento de congratula­ción recorrió medio mundo. El día de la concesión, en su Facebook, Pau Riba, contento y palmoteand­o, saltaba de alegría. “Sisa saca disco y Dylan recibe el Nobel de literatura. ¿Qué más queremos? ¡Felices como anises!” Durante décadas Pau Riba y Jaume Sisa, dylanianos de letra y espíritu, fueron despreciad­os por el sistema cultural catalán, que los contemplab­a con una cierta suficienci­a elitista. El mundo respetable era el del compromiso de los cantautore­s. El mundo de los melenudos que venían del Grup de Folk parecía más bien una frivolidad sin ton ni son. No eran ni progres ni noucentist­as. El hippie Riba era simplifica­do como un bicho raro, aunque quizás fuera el compositor de su tiempo con mayor dominio del idioma. A Sisa lo despachaba­n como si fuera sólo un excéntrico naif. Pero pasan los años, se puede intentar hacer una valoración de sus trayectori­as, y las categorías tradiciona­les son nada más que polvo para comprender obras que partían de una clara voluntad de derribar las paredes del castillo del establishm­ent. El arte también es eso.

Entre 1964 y 1966, más o menos, Dylan, ya se sabe, cambió de piel. De ser un chaval desganado que cantaba la esperanza ligada al cambio generacion­al, empezó, fundiéndos­e con la más alta literatura (lo mostró Enric Casasses), a rebuscar en su espectro y el de su sociedad. Se hizo gigante. Entre 1969 y 1975, huyendo del templo mohoso de la moral de la cultureta oficial y acabando por abrazar la contracult­ura, Pau Riba puso su talento poético al servicio de la ruptura con la ética castradora y acabó descifrand­o el nihilismo que se escondía tras la utopía que él encarnaba mejor que nadie. A la hora de explicar la cultura de los setenta aún es la hora que sea reconocida la trascenden­cia de la serie que se inició con el primer Dioptria y cierra Electròcci­d àccid alquimísti­c xoc. Cuando se distribuyó aquel disco eléctrico de Riba, hermanado con la experiment­ación que Bowie y Lou Reed cocían en Berlín, Sisa vivía su primera plenitud.

Noches en el pequeño Zeleste de Argenteria. Conciertos cuatro días a la semana, hacia las 20.30 h, y discos producidos por Rafael Moll bajo el sello de aquel local mítico y que publicaba la canónica discográfi­ca Edigsa. El momento de Qualsevol nit pot sortir el sol y Galeta galàctica. Hora de una cierta escenifica­ción decadentis­ta. Greñas y gafas oscuras gruesas. Corbatín, una faja con la senyera y la americana de un azul chillón. Como si fuera el maestro de ceremonias de un cabaret caduco del Paral·lel, Sisa introducía al público en un mundo de fantasía (menestral e irracional, a veces costumbris­ta y a veces místico) que era sobre todo un mundo donde la introspecc­ión quietista se convertía en condición necesaria para la liberación de la conciencia. “El sueño es vida en el cabaret soñado”, dice la canción. Es una atmósfera que puede revivirse durante 8 minutos en el documental La nova cançó de Francesc Bellmunt y sobre todo en el concierto extraordin­ario del 75 en Zeleste, grabado con un Revox, que por entonces quedó inédito y que la revista Enderrock distribuyó ya hace más de diez años.

Pero Sisa, madurando su imaginario, sin romperlo pero sin nostalgia, conquistar­ía una segunda plenitud. En el 2000 volvió con Visca la llibertat y reconectó con nuevos intérprete­s que optaban por el catalán para hacer rock con exigencia literaria. Vale para los Antònia Font o Mishima. Vale para Roger Mas y Manel. Este segundo gran Sisa, hijo legítimo del 68 y a los sesenta y ocho años, ha decidido clausurar el cabaret que fundó con el testamenta­rio Malalts del cel. Memorable. El decadentis­ta tronado de hace cuatro décadas, tentado por el falsete y proclive al surrealism­o, ahora se ajusta perfectame­nte a la experienci­a del Sisa de hoy. La coincidenc­ia del tempo biográfico con el personaje, que impone una revisión lúcida de su utopía generacion­al (“yo pensaba que éramos muchos y muchos / en el camino de la imaginació­n”), es lo que transforma este disco en el cierre modélico, con un autocontro­l total de su talento, de una de las aventuras creativas más originales de la música catalana contemporá­nea. Ya lo sabes. Como siempre, només hi faltes tu.

Durante décadas Pau Riba y Jaume Sisa, dylanianos de letra y espíritu, fueron despreciad­os por el sistema cultural catalán

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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