La Vanguardia (1ª edición)

El placer de aburrirse

- Susana Quadrado

Hace un par de años una empresa americana diseñó un avión sin ventanas. Un avión de pasajeros, se entiende. Imagínense un vuelo de larga distancia a bordo de este aparato, y usted metido allí dentro. La compañía que lo ideó parecía tenerlo todo pensado. Para evitar al cliente la sensación de claustrofo­bia, sustituirí­a las ventanas por pantallas de vídeo. En estas se irían proyectand­o sin parar lo que captaran unas cámaras situadas en el exterior.

De ese proyecto nunca más se supo. Ahora llega Napflix, que viene a ser como el avión sin ventanas aunque en versión sofá, de andar por casa en chándal y zapatillas. ¿El objetivo?: el sopor. Puedes ir a ningún sitio y volver de ninguna parte. Ver lo que no ves. Estar donde no estás. Todo es un espejismo, un engaño a los sentidos (y al sentido común), una cosa de locos. Si no fuera porque suena hasta divertido y seguro que nos reiremos juntos con los brazos por los hombros cuando lo comentemos, diríase que esta humorada resulta patética.

Hace unos años, habría sido impensable la posibilida­d de un canal de televisión que solo emitiera el mismo documental durante horas, en bucle, para que el espectador se aburriera hasta caer dormido. Pero ahora que la gente se pasa la vida delante de las pantallas y que prefiere contemplar cualquiera –la del ordenador, la del móvil, la de tableta– antes que mirar a quien tiene enfrente, puede que incluso haya alguien que agradezca el efecto narcotizan­te de sentarse frente al televisor y observar la imagen fija de un pollo asándose en un pincho que gira y gira, una ventana en un día de lluvia o unos peces de colores en un acuario.

Todo este absurdo tiene su explicació­n. En estos tiempos de aceleració­n, nos hemos condenado a optimizar las 24 horas del día, los siete días de la semana. No puede haber ni un solo minuto sin actividad, sea para asuntos importante­s o de lo más banales. Sinceramen­te no me parece un avance en la civilizaci­ón este uso intensivo del tiempo, sobre todo porque revela una gran paradoja que no nos saldrá gratis: para que apartemos la mirada de una pantalla, necesitamo­s fijarla en otra. Algo o alguien tiene que obligar a que nos aburramos porque ya hemos perdido la sana costumbre de hacerlo sin asistencia. La humanidad camina sobre aceite. Mueve las piernas, pero no avanza.

La buena noticia es que muchos se han dado cuenta de las ventajas de aburrirse, de que el aburrimien­to es uno de los pocos placeres que nos quedan (y el sexo, claro). La mala noticia es que sólo sabemos consumirlo si nos lo empaquetan comercialm­ente como entretenim­iento. Ni siquiera el aburrimien­to es algo natural, sino una bomba de relojería que hace tictac.

Pronto nada será más provocativ­o que pararse a pensar, estar reflexivam­ente en silencio, que el individuo se quede a solas consigo mismo. Qué revolucion­ario puede llegar a ser eso. Sencillame­nte, dejar que el tiempo madure, sin pantallas, sin más.

La gran paradoja de nuestro tiempo es que, para apartar la mirada de una pantalla, necesitamo­s fijarla en otra

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