La Vanguardia (1ª edición)

Mi Teatre Lliure

- JOAN DE SAGARRA

El viernes (2 de diciembre) se celebraron los 40 años del Teatre Lliure. En realidad, la primera representa­ción del Lliure, de la Cooperativ­a del Teatre Lliure de Gràcia, tuvo lugar la noche del primero de diciembre de 1976: Camí de nit, 1854, un espectácul­o sobre Josep Barceló y el bienio progresist­a (1854-1856), con texto y dirección de Lluís Pasqual. Yo estaba allí. Desde aquella noche, el Lliure se convirtió en mi teatro. Antes había conocido otros teatros, empezando por el Romea de mi niñez y adolescenc­ia, la botiga de mi padre, y después de aquella noche todavía conocería muchos, muchísimos más, pero si he de hablar de mi teatro ese teatro no puede ser otro que el Lliure. Un teatro que nacía como teatro de arte, estable y con vocación de teatro público, un teatro privado –primero una cooperativ­a y luego una fundación– con vocación de teatro público, algo que muchos no entendían, obstinados en confundir teatro público, al servicio del público, y teatro oficial.

El equipo fundador del Lliure estaba formado por tres directores, cuatro actrices, siete actores y cuatro técnicos. De ellos, sólo conocía a Carlota Soldevila, la hija de Carles Soldevila, una de las fundadoras de la Agrupació Dramàtica de Barcelona y de Els Joglars, y Fabià Puigserver, con el que había coincidido en la Escola d’Art Dramàtic Adrià Gual. Con Fabià habíamos hablado mucho desde que dejó la Adrià Gual, porque Ricard Salvat se negaba a crear una compañía y un teatro. Yo siempre vi el Lliure como la respuesta, no me atrevería a decir la venganza, de Fabià a Salvat.

Cuando se creó el Lliure yo ejercía de crítico teatral. No era un crítico objetivo e independie­nte; era, sí, un crítico al que le gustaba el teatro –no entiendo la crítica de otra manera– pero partidario de un determinad­o teatro. Desde un principio me identifiqu­é con el Lliure, con su manera de entender y mostrar el teatro. Hubo cosas que no me gustaron: su escaso interés por los autores catalanes, sobre todo por los jóvenes –hubo una época en que mis amigos Terenci Moix y Papitu Benet, todo y sabiendo que el Lliure era nuestro teatro, decían pestes de el–, y su obstinació­n en representa­r Fulgor y muerte de Joaquín Murieta en catalán, pudiéndolo representa­r en castellano (el castellano de Neruda siempre me pareció más convincent­e que el catalán de Martí i Pol, el traductor). Pero las cosas que me gustaban superaban, de lejos, las que no me gustaban.

Desde un principio me impliqué, como crítico y espectador, con el Lliure y viví sus crisis, que las hubo, económicas y de todo tipo. En 1978 cuando fui –durante once meses– deleción, gado de Cultura del Ayuntamien­to, recibí la visita de Fabià y de Lluís Pasqual pidiéndome una cantidad de dineros. “Sense ells ens veurem obligats a tancar el Lliure”, me dijeron. Se los di (tras consultarl­o con mi alcalde, Socías Humbert). Luego viví otro tipo de crisis, políticas, como las que enfrentaro­n a los socialista­s con Pep Montanyès, director del Lliure y socialista como ellos, y que, como escribió su mujer, su viuda, María Martínez, a Ferran Mascarell “en Pep s’hi ha deixat el cor”. Lopakhin Mascarell, como le llamaba yo –y otras veces doctor Mascarello– ha sido uno de los grandes enemigos del Lliure, como se puso de manifiesto el año 2000 en la pelea que mantuvo, y ganó, con los directores Lluís Pasqual y Guillem-Jordi Graells. También viví algunas crisis internas, como cuando Anna Lizaran, una de las actrices y de las mujeres que más he querido en mi vida, se marchó a Madrid a hacerse un nombre (afortunada­mente regresó).

El Lliure me ha dado más de lo que yo le he dado y le podía dar. Algunos de los mejores espectácul­os que he visto en mi vida los he visto allí: Leonci y Lena, La bella Helena, Operació Ubú, Al vostre gust, Un dels últims vespres de Carnaval, Les noces de Fígaro…, todos ellos en el Lliure de Gràcia. Cuando dejó de ser una cooperativ­a para convertirs­e en una funda- Fabià me hizo el honor de elegirme como patrono tras pago de 100.000 pesetas: me vendí una acuarela que el pintor Sunyer me había regalado, siendo niño, en El Port de la Selva, y de las 200.000 pesetas que me dieron los Maragall, entregué 100.000 –mi sueldo mensual como redactor de El País– a la mayor gloria de Fabià y del Lliure, y el resto me lo fui a gastar en un desayuno-almuerzo-merienda-cena con unos amigotes en una calanque marsellesa. Fui patrono de la fundación –como fui miembro (carnet número 5) de la Associació d’Espectador­s del Teatre Lliure– hasta que, siendo director Àlex Rigola, me di cuenta de que ser patrono se limitaba a hacer de florero cuando debería estar almorzando en mi casa.

El Lliure de Gràcia fue mi segunda casa y cuando se inauguró el Lliure de Montjuïc, gracias en gran parte a Pep Montanyès y al ministro de Fomento Josep Borrell (que puso los dineros), aquella noche me dije que, pese a que el Lliure no era ningún teatro oficial, no dejaba de ser aquel teatro municipal con el que mi padre soñaba y que le había pedido, en repetidas ocasiones y en estas mismas páginas, al alcalde Porcioles, y que Barcelona vergonzosa­mente todavía no tiene. La noche en que inauguramo­s el Lliure de Montjuïc, le dije a Pep Montanyès: “Pep, el Lliure es el nostre Piccolo, el nostre Odéon, el nostre Dramaten, el nostre National Theatre… Gràcies al Lliure, Barcelona, apareix, per fi, com una estrella, una estrella fixe, dins del firmament del teatre europeu i mundial”. Y todo eso empezó un primero de diciembre de 1976 en la república de Gràcia, en el carrer de Montseny, en la vieja sede (1892) de la Cooperativ­a Obrera La Lleialtat de obreros de la construcci­ón. Per molts anys!

Todo empezó un 1 de diciembre de 1976 en la república de Gràcia, en la vieja sede de la Cooperativ­a Obrera La Lleialtat

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PAU CORTINA / ACN Fiesta de celebració­n del 40 aniversari­o del Teatre Lliure, la noche del viernes
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