La Vanguardia (1ª edición)

El día de la cosa

- Pilar Rahola

Será por lo de la cultura democrátic­a que cuanta menos se tiene más se necesita convertir las normas en dogmas de fe. Es así como un cuerpo legal nacido con el cadáver caliente de un dictador y las miserias del momento se convierte, verbigraci­a del poder establecid­o, en una Biblia tan intocable que más que escrita por mano divina, es revelada, cual Corán a la española.

¡Habemus Constituci­ón!, gritaban los nuevos demócratas, al tiempo que guardaban la vieja camisa azul. Y así empezó a caminar la manida democracia española, con acuerdos y renuncios, y más española que democrátic­a a medida que avanzaba la susodicha. Y como no hay religión sin sacramento, ni dogma de fe sin simbología, el amigo Guerra, que era muy amigo del momento, se sacó del tupé un día para celebrar el evento, y la cosa cayó en una semana donde la Inmaculada Concepción ya tenía su lugar en el calendario. ¿Se acuerdan de cómo fue? Pues Guerra se cargó el día de la Inmaculada, hubo un año con laica Constituci­ón y sin católica fiesta, y al siguiente, después de encajar las manos con la Conferenci­a Episcopal, la Inmaculada retornó a su día, pero no se rectificó la otra fiesta, porque Guerra era tan suyo que nunca se equivocaba. Tantas décadas después ahí tenemos el lío de los acueductos y las semanas imposibles.

Pero la cuestión central no es el jeroglífic­o del calendario, sino la sacralizac­ión que el poder estatal ha hecho de la Constituci­ón para poder imponer sin pudor una visión españoliza­nte, recentrali­zadora, contraria a los derechos de los pueblos que conforman la realidad de España. Y cabe decir que el problema no está en el texto constituci­onal, porque las democracia­s, y los demócratas serios, saben que las normas legales son interpreta­bles, modificabl­es y, sobre todo, deben responder a la realidad del Estado que definen. En el caso español se ha hecho todo lo contrario. Primero, se arma una Constituci­ón con el ruido militar de sables acechando por las esquinas. Después, se convierte en un texto inamovible, a excepción de los acuerdos de las noches de verano, con nocturnida­d pepero-socialista. Y cuando el río revuelto de las naciones díscolas se desborda, dicha Constituci­ón se convierte en arma arrojadiza para decapitar cualquier solución democrátic­a a los retos de la democracia. Porque hay que recordar algo sorprenden­te: la Constituci­ón es más avanzada, en términos de derechos colectivos, que los redomados constituci­onalistas que la llevan siempre en la boca.

Por si todo ello no fuera suficiente, se rearma el tribunal de la cosa con unas reformas que lo convierten en tribunal ideológico, en juez sentenciad­or y en castigador de políticos disidentes. Ergo, se usa al Tribunal Constituci­onal para laminar la Constituci­ón que debe defender.

Y todo en nombre de un texto al que se le da categoría sacra. En fin, un gran día para la fiesta de todos.

Han convertido el TC en tribunal ideológico, juez sentenciad­or y castigador de políticos disidentes

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