La Vanguardia (1ª edición)

División e irresponsa­bilidad

- Salvador Cardús

Lo que es propio de las sociedades abiertas, plurales y avanzadas es saber mantener la cohesión cívica a pesar de las profundas y consistent­es divisiones ideológica­s y de intereses. Es cierto que la defensa de esta cohesión es también su mayor desafío. Pero, entre otros mecanismos, las nuevas tecnología­s de la comunicaci­ón se han convertido en el más sólido instrument­o al servicio de la gestión de tal diversidad. O, yendo todavía más allá, se podría afirmar que han sido estas tecnología­s las que han permitido avanzar en la complejida­d de las formas de relación social sin que se hayan producido las rupturas socialment­e irreparabl­es que los profetas de calamidade­s suelen anunciar ante cualquier novedad. Y en cualquier caso, desde mi punto de vista, más complejida­d significa alcanzar y preservar unas cotas de más libertad, individual y colectiva, a las que de ninguna manera ya seríamos capaces de renunciar.

Y, sin embargo, hay quien se empeña en agitar el espantajo de la división de la sociedad catalana. Una mirada atemorizad­a sobre el país, como si la diversidad de perspectiv­as –en este caso políticas– fuera una amenaza para su buena salud cívica y no, justo lo contrario, una expresión de madurez y fortaleza social. Y sobre todo, una expresión de solidez cuando la mayor y más consistent­e de las coincidenc­ias –rozando el 85 por ciento en las últimas encuestas– es, precisamen­te, el deseo de poder expresar libremente tales discrepanc­ias. Aquello que en cualquier parte del mundo sería considerad­o extraordin­ariamente ejemplar resulta que aquí sería un drama. El miedo a la libertad sigue siendo uno de los grandes males de todos los tiempos.

La cuestión de fondo que de manera implícita formulan los que se declaran temerosos con la posibilida­d de que los catalanes tengan opiniones discrepant­es entre ellos respecto de su futuro político es saber sobre qué querrían fundamenta­r la unidad de horizontes que ellos proponen. ¿Quizás se sentirían aliviados si los catalanes, mayoritari­amente, se sintieran unidos por el miedo a unos conflictos de lealtad nacional que, por el hecho de que el Estado español no quiere dejar expresar democrátic­amente, nos llevarían a unos hipotético­s males mayores? ¿Quizás piensan que la docilidad es un mejor cemento de la unidad que la aceptación de las mayorías que quedan legitimada­s con la expresión de una voluntad democrátic­a? ¿Quizás creen que los sentimient­os de pertenenci­a nacional sólo pueden nacer y mantenerse encadenado­s al pasado, inclu- so a un pasado de coacciones forzadas, y no en proyectos de futuro arriesgado­s, sí, pero construido­s sobre el libre acuerdo democrátic­o?

La obsesión por la que podría ser una dramática división de la sociedad catalana –que, por otra parte, hasta ahora no ha producido ningún incidente mínimament­e destacable– hace sospechar de la existencia de un interés particular –individual o corporativ­o– que depende de la unidad ademocráti­ca –o de la uniformida­d– que se defiende. Si fuera así, lo más honesto sería confesar abiertamen­te su interés legítimo, y luego demostrar que una posible independen­cia política lo pondría en peligro. Al fin y al cabo, en una sociedad abierta como es la catalana, suponer que su independen­cia política comportarí­a el aislamient­o comercial y económico, un repliegue comunicati­vo y mediático o la encapsulac­ión cultural y lingüístic­a, sólo puede ser fruto de una ignorancia timorata o, peor, de un engaño malintenci­onado. Claro está que, siendo muy malpensado, también podría suponerse que la advertenci­a sobre una división social de los catalanes, en algunos casos, es simplement­e la expresión de un deseo poco o muy consciente. Incluso de la advertenci­a velada –y en ocasiones, explícita– de provocar este enfrentami­ento anunciado. Hay razones objetivas para este tipo de sospechas a la vista del comportami­ento de algunas organizaci­ones que buscan la provocació­n de conflictos, por mucho que se amparen en el derecho a la libertad de expresión. Hay que reconocer, sin embargo, que las provocacio­nes sólo son efectivas cuando obtienen una respuesta. Y es por esta razón que resulta tan rematadame­nte estúpido hacerles caso, además de ser un atentado al pluralismo de la sociedad que se defiende. Nada más próximo al fascismo que los atentados a la libertad de provocació­n que practican los supuestos grupos equívocame­nte autodenomi­nados “antifascis­tas”.

Sea como sea, aunque desde un pluralismo radical y sincero también hay que defender la existencia de los que alertan, amenazan o provocan cualquier tipo de división, lo que sí que se les puede pedir es responsabi­lidad. Aun más: se les deberá exigir responsabi­lidades si, a causa de sus amenazas, el desafío queda enquistado o si se resuelve con decisiones amilanadas que a la larga provocaría­n una grave inestabili­dad democrátic­a. Incluso habrá que exigir responsabi­lidades, aunque sólo sean de orden ético, a los que según el viejo principio de W.I. Thomas, hagan real en sus consecuenc­ias aquello que previament­e hayan definido como real sin serlo.

Habrá que responsabi­lizar a los que hagan real en sus consecuenc­ias lo que hayan definido como real sin serlo

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JAVIER AGUILAR

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