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Los retos que se plantean el próximo 2017 para las empresas culturales tanto a nivel nacional como internacional.
CUANDO Donald Trump asuma la presidencia de Estados Unidos, el mundo entrará en otra dimensión. Se ha hablado ya mucho de los efectos que eso tendrá sobre los equilibrios internacionales, las relaciones comerciales o el medio ambiente, pero no se ha hablado tanto de su influencia en la cultura. Quizás sea oportuno recordar, en este sentido, que Trump ha labrado más su fama en reality shows televisivos, concursos de misses y casinos que en museos, bibliotecas o teatros. Y, también, que en sus contactos para la formación de gobierno ha ofrecido el cargo de responsable del National Endowment for the Arts, la agencia federal que distribuye las ayudas a la creación, a Sylvester Stallone, cuyos personajes –el voluntarioso boxeador Rocky o el agónico soldado Rambo– encarnaron la cultura del entretenimiento.
En Europa, el concepto de cultura se enraíza en el clasicismo greco-romano y en su poso de reflexión crítica. Es decir, en la concepción de la cultura no como un entretenimiento, sino como una herramienta de conocimiento, de crecimiento y de liberación personal. Es cierto que ahora las nuevas tecnologías y las redes sociales no siempre favorecen ese modelo reflexivo, al fomentar, por el contrario, la profusión de contenidos y su consumo veloz. Pero es cierto, igualmente, que pervive una idea de cultura más rica y nutritiva que la vehiculada por, digamos, un filme de acción. Y que tiene sus paladines en instancias gubernamentales. Sadiq Khan, alcalde de Londres, afirmó en julio al abrir la ampliación de la Tate Modern: “Integraremos la cultura en la planificación general, porque la cultura contribuye de modo esencial a hacernos mejores personas”.
Este aliento cultural que reivindica Khan precisa de instituciones faro, como la propia Tate, que no sólo rivaliza con museos de EE.UU. como el MoMA, sino que además ha contribuido decisivamente a renovar el South Bank de Londres. Pero, naturalmente, requiere también un abanico de contenidos, consolidados o innovadores, sin los cuales la cultura languidece. En este sentido, el 2017 se anuncia prometedor, por ejemplo en el ámbito de la creación plástica y del arte como campo de debate social. En su transcurso, Europa acogerá tres grandes manifestaciones culturales: la Bienal de Venecia, la Documenta de Kassel (con un primer tramo en Atenas, gesto de solidaridad artística con un país muy dañado por la crisis) y el Skulptur Projekte Münster, un despliegue de obras monumentales que se celebra una vez cada década. Estos tres acontecimientos esperan cerca de dos millones de visitantes, una amplia audiencia que atestigua la vitalidad de la cultura en Europa, pese a las diversas dificultades con que tropieza.
Decía Albert Camus que “sin cultura, sin la relativa libertad que nos aporta, la sociedad, incluso aquella que parece perfecta, se convierte en una jungla”. Parece, pues, lógico reclamar a las instituciones unas inequívocas políticas de apoyo a la cultura: ahora son insuficientes en lo referente a los presupuestos y al marco legal.
El caso español es, en este aspecto, sangrante, como prueban el impuesto sobre el valor añadido (IVA) que grava las actividades culturales, las reservas a la hora de incentivar políticas de mecenazgo y el zarpazo de la piratería. El llamado IVA cultural, que en el 2012 subió del 8% al 21%, excede con mucho el que se aplica en países de la zona euro (donde ronda el 10%) y es un severo castigo gubernamental al desarrollo de la cultura. Recientemente ha bajado al 4% el aplicado a la prensa y los libros digitales. Pero muchos productos y actividades culturales –entradas para el teatro o los conciertos, etcétera– sufren esta tasa excesiva que aleja a los consumidores de cultura y compromete la viabilidad de las empresas que la promueven. En octubre se aprobó, con el beneplácito de todos los grupos, salvo el PP, una proposición no de ley en la que se instaba al Gobierno a reducir ya el IVA cultural. Incluso los conservadores aceptaron, en su pacto con Ciudadanos, una reducción al 10% de esta tasa. Pero, hasta la fecha, y pese al anuncio de reducciones, sigue en el 21%.
En lo tocante a la ley de mecenazgo, la política conservadora tampoco ha satisfecho al sector. Dicha norma fue un compromiso incumplido de la anterior legislatura. Y no hay signos, pese a lo dicho por el ministro de Educación, Cultura y Deportes, Íñigo Méndez de Vigo, de que vaya a concretarse pronto. El ministro de Hacienda siempre ha frenado las peticiones del sector empresarial, que aspira a desgravaciones de hasta el 60% por el patrocinio de actividades culturales.
Por último, abordaremos la piratería, que afecta gravemente a la industria del cine, los videojuegos, la edición, etcétera. Centrémonos en esta última. Fuentes del sector editorial afirman que sus dos prioridades son aumentar el número de lectores de libros y contener el avance de la piratería. Cifran en 390 millones el número de descargas ilegales de libros en la red que se producen. En el 2014 se aprobó la reforma de la ley de la Propiedad Intelectual, que pretendía contener los daños de la piratería. Pero, dada la lentitud judicial, resulta que ahora hay más. De las cerca de 500 solicitudes de retiradas de webs de contenidos audiovisuales ilegales cursadas en dos años tan sólo ha prosperado un tercio. Sin una política más efectiva, el sector del libro, que emplea a 30.000 personas y experimenta una ligera recuperación tras los estragos de la crisis, afronta un futuro difícil. Esto sería preocupante en cualquier tiempo o lugar. Y lo es más en un país donde el consumo cultural es bajo: cuatro de cada diez catalanes no leyeron un libro en el último año; y los otros seis dedicaron un promedio de trece minutos diarios a la lectura, mientras que la televisión se lleva cuatro horas, por no hablar de otras pantallas, como las telefónicas. Todo lo cual ha tenido también efectos económicos perniciosos. Según el PSOE, la industria cultural española, que en el 2011 aportaba el 4% del PIB (y empleaba a medio millón de personas), aporta ahora sólo el 2,5%.
Es por ello por lo que deben ser bienvenidas iniciativas públicas como la campaña “Fas 6 anys. Tria un llibre”, gracias a la cual casi la mitad de los 83.000 niños que cumplían 6 años en el 2016 han recogido vales canjeables por un libro con el que iniciar su biblioteca. Y deben ser bienvenidas tanto por los efectos contables ya descritos como porque alientan en los más pequeños un acercamiento a la cultura que es la mejor manera de garantizarle mañana mejor trato del que recibe hoy.