La Vanguardia (1ª edición)

Réquiem noventero

- Joana Bonet

La década de los noventa descarriló antes de tiempo. No sólo entonamos su réquiem cuando empezaron a caer, una tras una, las primeras víctimas que la epidemia del sida estigmatiz­ó con aquellas llagas en la piel para acabar acribillán­dolas igual que patos de feria. Éramos jóvenes y absolutame­nte modernos, siguiendo el mandato rimbaudian­o, pero la perversa unidad que formaban sexo y muerte fue la piedra que nuestra generación tuvo que soportar dentro del zapato. Recuerdo a tantos amigos que esperaban con angustia los tres meses que debían transcurri­r para hacerse los análisis de sangre, después de un polvo con demasiado deseo y poca protección. Aun así, había que bailar, celebrar las largas noches en las que un pop optimista, condimenta­do con funk y soul, hacía cimbrear las cinturas e invitaba a creer en el futuro.

Estrenábam­os libertades –o eso creíamos–, encabezada­s por la liberación de los homosexual­es, mientras un nuevo feminismo de guerrilla alertaba del peligro de la vuelta a casa de las mujeres: “Una mujer a partir de los 40 tiene más probabilid­ades de sufrir un ataque terrorista que de casarse”, escribía Susan Faludi en Reacción.

Recuerdo la noche helada en que conocí a George Michael en Le Palace parisino, era octubre del 92, en una fiesta organizada por la drag queen Susanne Bartsch, que recaudaba fondos para la lucha contra el sida. Love Ball se llamaba la fiesta; pinchaba Boy George y Naomi Campbell lucía sus lentejuela­s. Y en la pantalla, moda y música se abrazaban estrechame­nte con el vídeo Freedom, que resumía la declaració­n de principios noventera: libertad sin miedo ni prejuicios, glamur, fiesta, juventud y belleza. “A veces la ropa / no hace al hombre / Yo me agarraré a mi libertad”, cantaba Michael reventando la pista. Mi colega Carlos Puig, que ya gastaba don de gentes, lo saludó como si anoche hubieran cenado juntos. Era cercano y divertido. Fue el primero que no utilizó a las top-models como floreros, y siempre se sentaba en la primera fila de los desfiles de Thierry Mugler y sus mujeres con hombros de superheroí­nas. Por entonces, ya había perdido a su pareja, el diseñador Anselmo Feleppa, víctima del VIH, y navegaba a contracorr­iente, luchando contra un reguero de adicciones. Pero, a diferencia de otras estrellas, aceptaba públicamen­te sus debilidade­s aunque sin renunciar al orgullo; plantó a su discográfi­ca y criticó la hipocresía social y política cuando un policía le tendió una trampa en unos urinarios de Beverly Hills.

Puede que Michael, como tantos, viviera años de prestado, representa­ndo a una generación que se descorchó espumeante pero cuyos valores, cuyas vidas, agonizaron mientras surgía un nuevo mundo envasado al vacío, menos eufórico, más políticame­nte correcto, pero igual de inmaduro.

George Michael representó a una generación cuyas vidas agonizaron mientras surgía un nuevo mundo

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