La Vanguardia (1ª edición)

La integració­n de la diferencia

- M. CARRILLO, catedrátic­o de Derecho Constituci­onal. Universita­t Pompeu Fabra

Resulta insostenib­le que una Constituci­ón no pueda ser reformada. Ya Rousseau sostuvo que el pueblo es dueño siempre de cambiar sus leyes, aún las mejores. Thomas Jefferson, uno de los prohombres de la independen­cia de los EE.UU., insistió en la necesidad de toda Constituci­ón de adaptarse a los nuevos tiempos. La idea quedó formulada después en el artículo 28 de la Declaració­n francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, que estableció que “el pueblo tiene siempre el derecho de reformar y revisar la Constituci­ón, porque una generación no puede sujetar a sus Leyes a las generacion­es futuras”.

La Constituci­ón de 1978, junto a las primeras elecciones democrátic­as del 15 de junio de 1977, fue el primer elemento de ruptura con la dictadura franquista. Un texto heredero del constituci­onalismo liberal democrátic­o surgido tras la II Guerra mundial, que aseguró la división de poderes y la garantía de los derechos fundamenta­les y que intentó, a través de su Título VIII, una solución al contencios­o histórico de la inserción del País Vasco y Catalunya en la España democrátic­a que iniciaba sus primeros pasos en libertad. Una Constituci­ón que fue votada de forma entusiasta en Catalunya. Pero a casi cuarenta años vista, es evidente que el contencios­o catalán continúa sin resolver. Los hechos prueban que la Constituci­ón ha dejado de ser aquí el referente de autogobier­no que en su día lo fue.

La opción de la reforma para que, eventualme­nte, la Constituci­ón pueda recuperar el terreno perdido habría de pasar –a mi juicio– por una revisión del Título VIII para el conjunto del Estado y, simultánea­mente, concretars­e en la incorporac­ión de una Disposició­n Adicional especifica que integrase, bajo el paraguas constituci­onal, la singularid­ad política de Catalunya. Una síntesis de buena parte de las ideas que siguen, han sido formuladas por el autor en el ámbito académico (Estudios en homenaje al profesor Muñoz Machado, Centro de Estudios Políticos y Constituci­onales, Madrid 2016).

Con relación a la reforma del Título VIII y al igual que también han propuesto otros autores, podría resultar de interés jurídico la opción de establecer un sistema de distribuci­ón de competenci­as distinto a la indetermin­ación que genera el actual. Debería de estar basado en una definición funcional de las competenci­as, que determinas­e qué es lo que pueden hacer el Estado y las comunidade­s autónomas, respectiva­mente.

En la línea de los sistemas federales, el propio texto constituci­onal y no los estatutos, podría prever una sola lista de competenci­as estatales y el resto correspond­ería a las Comunidade­s Autónomas. De acuerdo con ello, las competenci­as compartida­s habrían de ser pocas para evitar conflictos en la delimitaci­ón sobre lo que puede hacer cada parte: sobre todo a través de la técnica de la legislació­n básica estatal, cuya práctica ha demostrado que ha sido un instrument­o de absorción de las competenci­as en favor del Estado y una fuente inagotable de conflictos, en los que la Generalita­t de Catalunya ha sido parte habitual.

La naturaleza del Estado compuesto diseñado por la Constituci­ón no se compadece en nada con la naturaleza del actual Senado. Una opción a retener podría ser el modelo federal del Bundesrat alemán, como cámara de representa­ción de los gobiernos y, a su vez, instrument­o de colaboraci­ón entre el Estado y las Comunidade­s Autónomas. Asimismo, la reforma habría de incorporar los principios generales del sistema de financiaci­ón de las Comunidade­s, las reglas de su participac­ión en el rendimient­o de los tributos estatales, así como los mecanismos de solidarida­d, asumiendo el principio de ordinalida­d en unos términos similares a los previstos en el artículo 206.3 del desactivad­o Estatuto del 2006.

En el orden lingüístic­o, el deber de conocer las lenguas propias de las Comunidade­s Autónomas podría ya acceder al rango de norma constituci­onal. Y, en fin, el reconocimi­ento del carácter plurinacio­nal de España, sin más aderezos, habría de reemplazar a la retórica barroca del actual artículo 2.

El segundo pilar de estas ideas, específico para Catalunya, descansa en el tratamient­o constituci­onal de la diferencia. No sería la única especifici­dad, como se encargan de demostrar los casos vigentes del País Vasco y Navarra y, en menor grado, de Canarias. Pero la Disposició­n adicional catalana debería ser más precisa. Así, y al margen del régimen general, habría de contener una definición funcional y material precisa (es decir, qué es lo que se puede hacer y sobre qué materias) de algunas competenci­as (por ejemplo, enseñanza, cultura, sanidad y servicios sociales), en relación a las cuales se atribuya una mayor capacidad normativa (legislació­n y potestad reglamenta­ria) a las institucio­nes de la Generalita­t. Con los límites que fija la Constituci­ón y los Tratados internacio­nales en materia de derechos fundamenta­les.

El sistema de financiaci­ón debería completars­e a través de instrument­os de relación bilateral con el Estado, así como una previsión flexible sobre las infraestru­cturas del Estado en Catalunya.

La Constituci­ón ha dejado de ser en Catalunya el referente de autogobier­no que en su día fue La reforma debería incluir un principio de ordinalida­d similar al del desactivad­o Estatuto del 2006

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XAVIER CERVERA

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