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La evolución de la política en Catalunya durante el próximo año, con el debate independentista nuevamente en el centro de la ecuación.
EL 2017 será un año políticamente intenso en Catalunya. En teoría, el ciclo soberanista iniciado en el 2012 debería entrar en una fase resolutiva, en favor o en contra de su objetivo último, puesto que el procés, como su propio nombre indica, no debiera durar toda la vida. Ruptura o derrota, sólo caben esas dos opciones desde la retórica oficial del independentismo, visión que con toda seguridad no coincide con la mentalidad más abierta al pacto de muchas de las personas que han colgado la bandera estelada en el balcón de su casa. No es seguro que el año 2017 acabe en blanco y negro. Ruptura con el Estado español o derrota de quienes desean una verdadera ampliación del autogobierno de Catalunya. El 2017 será un año muy complejo en todo el mundo, en el que básicamente se verificará la órbita de la nueva presidencia norteamericana y sus repercusiones en todo el orden internacional. Es altamente probable que el 2017 no sea tan resolutivo como parece y que cinco años de procés acaben remansando en una franja de la realidad dominada por los matices: ni victoria, ni derrota, ni pacto perfectamente delimitado. Sí es probable que asistamos a un ajuste o rectificación de la actual correlación de fuerzas en el Parlament de Catalunya por la vía electoral. El 2017 puede ser año de elecciones en Catalunya. Hay indicios más que suficientes para creer que casi todos los partidos políticos catalanes, todos en realidad, están ya trabajando en esa dirección, pese a que los discursos oficiales no lo declaren. Elecciones cada dos años o tres años (2010, 2012, 2015, 2017...) para un ajuste complejo, móvil y nunca definitivo de la relación entre la política y la sociedad en Catalunya; entre la sociedad y el Estado. Este podría acabar siendo el más elocuente rasgo de la nacionalidad catalana en estos tiempos de tribulación europea.
Se cumplirán 40 años del regreso de Josep Tarradellas a Catalunya en el 2017. Vale la pena detenerse en el significado histórico de la efeméride. La inserción de la Generalitat de Catalunya en el orden democrático preconstitucional es uno de los hechos más relevantes de la transición, perfectamente percibido como tal por muchos historiadores, pero desdibujado por los relatos que han intentado presentar el difícil tránsito de la dictadura a la democracia como un acontecimiento mágico, guiado exclusivamente desde arriba. No hubo magia, hubo política. La recuperación de la Generalitat fue el acontecimiento más rupturista de la transición: la España posterior al general Franco, todavía regida por las leyes heredadas de la dictadura, insertaba un fragmento de la legalidad republicana en el ordenamiento previo a la Constitución. Al igual que ya ocurrió en los años treinta, el cambio político en España sólo era posible mediante un pacto con Catalunya. En 1931, para instaurar la República. En 1977, para instaurar la monarquía parlamentaria (una restauración corregida). En términos históricos y políticos, la Generalitat de Catalunya se convertía en sujeto político anterior a la Constitución. Se hizo de “ley a ley”, pero con una interpretación creativa y generosa de la legalidad. Como resultado de ese pacto, Josep Tarradellas i Joan fue el único mandatario republicano en el exilio que regresó a España para seguir ejerciendo su cargo. Un año antes habría sido detenido por la policía en el aeropuerto de Barajas. Sin voluntad de pacto, Tarradellas sólo habría podido regresar a Barcelona en 1977 a título individual. Nadie rompió la ley, pero el Estado puso a trabajar la ley a favor de una solución creativa que tuvo un impacto enormemente positivo en Catalunya. Como consecuencia de ello, el referéndum constitucional de 1978 arrojó en Catalunya un resultado muy favorable (68% de participación, 90% a favor del sí, 4% por el no, el índice más bajo de votos negativos en toda España). Catalunya recuperó la Generalitat y contribuyó a estabilizar España. Pacto asimétrico (ni siquiera se repitió en el País Vasco), basado en el explícito reconocimiento de la singularidad catalana. Esa fue la clave de 1977. Esa podría ser la clave del 2017 y de los años venideros, si germinase, en Madrid y en Barcelona, una verdadera voluntad de pacto. Es muy interesante que este próximo año se celebre el 40.º aniversario del regreso de Josep Tarradellas.
En estos momentos, después del fracaso del Estatut del 2006, podríamos decir que estamos en las antípodas. Mientras todos los partidos sin excepción ya se preparan para unas nuevas elecciones, la mayoría parlamentaria catalana afirma caminar con paso firme hacia la celebración de un referéndum sobre la independencia de Catalunya, con o sin permiso del Estado, mientras el segundo Gobierno de Mariano Rajoy esboza una oferta de diálogo –que en ningún caso contemplará la celebración del citado referéndum–, después de cuatro años de inútil quietismo. Las posiciones son demasiados distantes para poder imaginar un pacto a corto plazo. No hay que ser ingenuos al respecto. Pero el abandono del quietismo por parte del Gobierno es un dato político relevante que no debe ser menospreciado. Hace unas semanas, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría se preguntaba públicamente si no fue un error la manera cómo el Partido Popular enfocó y gestionó el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut y abogaba por un pacto con el PSOE sobre Catalunya. Inmediatamente fue severamente reprendida por la fundación FAES, que preside José María Aznar. Esa pregunta es del todo pertinente.
Reparar la sucesión de errores sobre la cuestión catalana durante los últimos diez años –errores de distinto signo, de los que no se salva prácticamente ninguna fuerza política– no va a ser una tarea fácil. No es realista esperar el advenimiento de un tiempo idílico después de una década desabrida. Pero hay margen para una política de diálogo, acercamiento y desinflamación, que exige tiempo, calma e inteligencia. Las leyes se han de cumplir, pero el escenario principal de los próximos meses no debieran ser los tribunales de justicia. El Tribunal Constitucional ha de realizar su trabajo, sin misión de policía. La ley debe ser respetada, pero, al igual que en 1977, puede ser interpretada en beneficio del pacto. Imaginación y empatía. Ningún político catalán debiera acabar inhabilitado. Y el Govern de la Generalitat deberá evitar decisiones rupturistas, en ningún caso avaladas por más de la mitad de los electores catalanes. El año del 40.º aniversario del regreso del president Josep Tarradellas, momento estelar de la Catalunya contemporánea, no debiera concluir con la patria de los catalanes en un callejón sin salida.