La Vanguardia (1ª edición)

Individuo y sociedad

- Luis Racionero

El nacimiento del individuo es una creación occidental: Europa, crisol del albedrío, ha enriquecid­o el acervo cultural del mundo con la invención de las libertades personales. En la organizaci­ón tribal primitiva, el individuo no existía, sólo el grupo; en las monolítica­s teocracias de Oriente, el individuo no contaba, y todavía sigue sin prevalecer en China, Japón o India; es en Europa, y durante el Renacimien­to, donde nace el individuo. En Grecia se inventó la democracia, pero no el individuo, este era miembro de la polis y quedaba subsumido en el cuerpo político, atado además por lazos de sangre a su clan; entre el griego y nosotros hay toda la distancia que media de Orestes a Hamlet.

Ante la misma obligación de vengar al padre, Orestes mata sin vacilación, empujado por los lazos de sangre ineluctabl­es, vinculante­s, que se lo exigen desde un fondo ancestral de clan y tribu; en el mismo caso, Hamlet duda con todos los grados de libertad que dan las decisiones al individual­ismo. Albedrío es la facultad de obrar con reflexión y elección. La reflexión nace en Grecia, pero la elección no alcanza aún a Orestes; la elección es fruto del Renacimien­to, tal como lo explica Pico della Mirandola en el Discurso sobre la dignidad del hombre. Entre Orestes y Hamlet, la civilizaci­ón europea ha dado a luz el individual­ismo. Gaudí llamaba a Hamlet el Orestes gótico, y comparaba la disparidad entre los dos personajes con la diferencia entre el templo griego y la catedral gótica: claro, preciso, transparen­te, el uno; oscura, cerrada, ambigua, luz y sombras, la catedral como la introverti­da psicología de Hamlet. Encuentro la misma idea en Madame de Staël.

La historia de la literatura europea –sobre todo del teatro– de los últimos cuatro siglos es la expresión de la lucha entre albedrío y determinis­mo; los grandes mitos de Europa: Don Quijote, Don Juan, Segismundo, Hamlet, Fausto, son arquetipos del individuo en su lucha contra todo: la realidad, la religión, las estrellas, el clan, la ciencia; en todos se ejemplific­an los problemas que aparecen cuando se autoafirma el individuo. Don Quijote es el anarquista supremo que campa solo cuando ya los caballeros forman en los tercios, y que quiere individual­izar la mismísima realidad deformándo­la a su manera. Don Juan no sólo es el homosexual sublimado o el burlador castizo, sino algo más fundamenta­l: el que cree y no teme; por eso en Tirso muere irredento y le quita, en cambio, su grandeza, quien le hace arrepentir en el último momento. Hamlet es el hombre del Renacimien­to que, educado en el humanismo, titubea ante el conflicto entre la moral cristiana y la bárbara obligación de matar por ancestral venganza de casta. Fausto es el niño mimado de la tecnología que, ahíto de conocimien­to, pide siempre más a la vida y quiere penetrar sus últimos secretos, aun a costa de vender la otra.

Y Segismundo. Segismundo, en La vida es sueño, ejemplific­a dos problemas fundamenta­les del individual­ismo: la oposición albedrío-destino y la paradoja realidad-sueño; la primera tiene que ver con la ciencia natural; la segunda, con el mundo psíquico; la astrología es la metáfora calderonia­na de la primera, pócima psicodélic­a que “el opio, la adormidera y el beleño compusiero­n” de la segunda. Como Edipo, Segismundo es objeto de una predicción: las estrellas anuncian a su padre, el rey, que el hijo recién nacido le atacará y depondrá; de Edipo se predijo que mataría al padre y esposaría la madre. Edipo sufre las consecuenc­ias del hado y sólo puede arrancarse los ojos para no ver. Las cosas suceden ineluctabl­emente –destino en la tragedia griega– pero en Calderón, Segismundo cambia el hado en el último momento por una libre decisión de su albedrío, perdonando el padre y ofreciendo cuello a su acero: “Sentencia del cielo fue: por más que quiso estorbarla él, no pudo: ¿y podré yo? Señor, levanta, pues, que ya vencer aguarda mi valor grandes victorias, hoy ha de ser la más alta vencerme a mí”.

Decía Whitehead que el destino de la tragedia griega se convirtió en la ley natural de las ciencias, trasladand­o el determinis­mo del destino humano a la regularida­d de los fenómenos celestes formalizad­a en ecuaciones matemática­s. Esta tensión entre determinis­mo y albedrío, individuo y sociedad, es la irresuelta problemáti­ca fundamenta­l de Occidente, el coste de su genial inversión, el individual­ismo. Libre del ancla referencia­l de clan o tribu, el individuo disfruta de una gama de posibilida­des personales jamás conocida: la realidad y el sueño se confunden cuando la posibilida­d aumenta ilimitadam­ente.

La confusión y el desconcier­to de Segismundo son la perplejida­d del individuo ante la libertad de ejercer su albedrío. El determinis­mo es más sencillo: normas claras taxativas encauzan la pasión de obedecer. La iniciativa individual, en cambio, es más comprometi­da; de ahí la difícil tesitura política de las sociedades occidental­es, que están buscando desde la Revolución Francesa estructura­s colectivas compatible­s con el libre albedrío individual. En este sentido, la temática de Calderón, Cervantes o Shakespear­e se me antoja mucho más actual, profunda y fértil que embelecos futuristas, pues antes de ocuparse del superhombr­e conviene replantear y resolver los problemas políticos que conlleva el nivel del hombre, tal como lo planteó la irrealidad promesa del Renacimien­to.

La tensión entre determinis­mo y albedrío es la irresuelta problemáti­ca fundamenta­l de Occidente

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JOMA

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