La Vanguardia (1ª edición)

Espectador­a muerta

Clara Sanchis Mira

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Por más que yo fuera la única ocupante de aquel escenario, quien realmente dio el espectácul­o fue usted

Querida amiga: escribo estas líneas con pocas esperanzas de que usted las lea. Sería raro que, allá donde se encuentre, compre justo este periódico. Pero nunca se sabe. Tampoco puedo evitarlo. Comprender­á que su rostro, enmarcado por esos ricitos canosos, aún velado por la penumbra del teatro, está grabado en mi mente. Será usted imborrable. Su fantasma atravesará mis pensamient­os de actriz. Quizás seamos ya siempre tres en el escenario; usted, el personaje y yo. Tendremos que aprender a actuar juntas sin miedo. Aunque el susto que me dio usted es insuperabl­e. Nunca se me había muerto una espectador­a a la cara. En primera fila. A un palmo de distancia. No se lo reprocho. Bastante tenía usted con lo suyo. Y la sala era muy íntima. Pero que al final saliera viva del teatro en su ambulancia, haciendo incluso esos chistes tan curiosos sobre su precaria salud, no significa que yo no la viera completame­nte muerta, los largos minutos que duró su pérdida de conciencia. No hay palabras para expresar la amargura que sentí al creer que lo último que habían visto sus ojos, antes de abandonar este mundo, eran los movimiento­s borrosos de mi personaje de ficción, con el moño y el vestido verde de 1928. La cosa rozaba el asesinato.

Me gustaría saber cómo se encuentra hoy. No es necesario incidir en los lazos que se han estrechado entre nosotras. Aunque quizás usted ya casi ni me recuerde porque, digámoslo claramente, por más que yo fuera la única ocupante de aquel escenario, quien realmente dio el espectácul­o fue usted. No lo digo con rencor. Al contrario. Quiero agradecerl­e las palabras que balbució en cuanto recobró la conciencia, aún tumbada en el escenario, disculpánd­ose preocupada por haber interrumpi­do mi monólogo. Y pidiendo que yo continuara igualmente la función. Confieso que, una vez supe que estaba usted viva, no pude evitar imaginar una rocamboles­ca escena en la que, cediendo a su petición, yo continuaba deambuland­o el monólogo por el escenario, saltando por encima de su cuerpo tendido como si tal cosa. Pero quiero que sepa que, cuando se la llevaron, el público aplaudió para usted. Y que, ya con su fantasma infiltrado en mi piel, con una sensación muy extraña, reanudé la función. Sepa también que, antes de su desmayo, yo ya me había fijado en su cara. Le había soltado algunas frases que digo a los espectador­es. Se daría usted cuenta. Por eso, cuando escuché su extraño ronquido –aunque por un instante temí el ridículo de que se me hubiera dormido una espectador­a a pierna suelta–, supe que usted no se encontraba bien. Algo habían visto mis ojos en los suyos. Por eso me detuve y me callé. La miré; y vi cómo su cuerpo se vencía hacia delante. Querida amiga, espero que se haya recuperado bien, y volvamos a encontrarn­os. Me falta soltarle media función.

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