Truenos de colores en Sol
Hubo un tiempo en que todo empezaba y terminaba en Sol. Así llaman los madrileños a su kilómetro cero: la plaza donde, en el siglo XV, se levantó la puerta de la cerca que circundaba Madrid. Por ella se franqueaba la muralla cristiana, a la que se le pintó un sol que simbolizaba su orientación hacia levante, de forma que empezó a denominarse popularmente así. Siempre fue un lugar de idas y venidas y en ella se ubicó uno de los mentideros más famosos de la Villa durante el siglo de oro, las famosas gradas de San Felipe. Lejos de ser trazada con compás y escuadra, la llamada “plaza del foro” fue ensanchándose y apergaminándose hasta que los viejos cafés empezaron a ser sustituidos por los tentáculos de las multinacionales. En su
Viaje a España, Théophile Gautier daba cuenta de los que albergaba, entre otros el célebre Café de las Columnas –anteriormente Lorenzini–, del que eran asiduos nuestros tardíos románticos Espronceda, Larra y el Duque de Rivas, o el Café de Levante, un local de entretenimiento y tertulia, también famosa casa de comidas cuyo plato más famoso consistía en riñones, que hoy, en el insípido universo del Pans & Company, han perdido todo su prestigio.
En algunas ocasiones he pisado la antigua Casa de Correos, convertida en sede de la Comunidad, y en su itinerario más profundo se respira la piedra seca. Sus sótanos no han ganado lustre, mientras que la terraza, con restaurante y claraboya, parece desbocarse, como si uno fuera a derramarse por encima de la estatua ecuestre de Carlos III. Una vez me asomé desde su balcón principal junto a la que era entonces su matrona, Esperanza Aguirre, quien me aseguraba que a menudo contemdra plaba el runrún de la plaza y con el índice iba señalando las inflexiones en su perímetro. En verdad, pensé, el poder es esto: abrir los ventanales, asomarte a Sol y decir “aquí estoy yo” apuntando con el dedo índice al horizonte soñado, igual que el emperador en cuyos dominios no se ponía el astro rey. Antes de internet y ya entrada la madrugada, recuerdo que cuando cerraban Coq –la trastienda de Chicote, que en su origen fue burdel– plumillas, tertulianos y artistas, desde Gerardo Vera a Jorge Berlanga, pasando por Javier Rioyo o actores y cómicos que acompañaban a San- la Bohemia o a Terele Pávez, iban a comprar los periódicos a Sol. Era el quiosco más infalible de Madrid, y frente a él siempre se mezclaban gorras de pana y fulares de cachemira con jóvenes desnortados que apuraban los restos de la noche.
Esta noche, en la Puerta del Sol se darán las doce campanadas que emite Televisión Española y que por razones que sólo se explican desde el tradicionalismo o el gusto por el disparate –recordemos a Marisa Naranjo y su lapsus o a Ramón García y su terrorífica capa– siguen siendo las más seguidas. Acercarse a Sol significa entrar en un bucle multitudinario y escuchar el rugir de la marabunta. Frente a las tiendas bandera de Apple o Sephora extienden sus cartones cuatro indignados permanentes, con perros y porros gigantes. Antes eran mochileros, hoy son vagabundos precoces que pasean un aire entre rastafari y millennial y ya se han acostumbrado a vagar por las esquinas de la plaza, que tan bien representa al Madrid polisémico, tan amante del caos y la jarana. Sol ha sido escenario de cientos de protestas históricas, desde el motín de Esquilache hasta el levantamiento del 2 de mayo, o el podemita 15-M con su campamento de activistasrefugiados del que se tardó meses en eliminar los olores “revolucionarios”.
En la plaza vivieron Rubén Darío, lujosamente en el Grand Hôtel de Paris, y, más modestamente –en la pensión Americana del número 11–, un joven Jorge Luis Borges. Y transcurren pasajes de Fortunata y Jacinta, Luces de Bohemia o La forja de un rebelde .El franquismo afirmó que “la función política de la Puerta del Sol finalizó en 1936” y quizá para contrarrestar su pasado contestatario hizo de los sótanos de la antigua dirección general de Seguridad uno de los lugares más tétricos de la dictadura. Ahora Cristina Cifuentes, actual inquilina del edificio, ofrecerá por primera vez en su historia un espectáculo de fuegos artificiales para, según informan los periódicos,
colarse en las televisiones del mundo con luces de colores y cañones de confeti. Lo que le faltaba a Sol: truenos de colores y una sinfonía pirotécnica para rubricar su identidad bullanguera y atragantarse de alegría.