El país de los forasteros extravagantes
DOS clásicos rusos tan cosmopolitas como Dostoyevski y Nabokov desconfiaban no sólo de la capacidad de Europa de mantener una relación de igual a igual con Rusia, sino incluso de la propia existencia de algo llamado Europa. El primero, cuyos héroes literarios solían formarse en países occidentales, llegó a afirmar que Europa no vería nunca a los rusos como europeos, sino como “forasteros extravagantes”. Y Nabokov, que vivió en Alemania y en Suiza, sostenía en una entrevista de 1926 rescatada perversamente con ocasión del Brexit que “cuando la gente pronuncia la palabra Europa con la misma entonación metafórica y generalizadora, yo veo la nada, porque no puedo imaginarme de forma simultánea el paisaje y la historia de Suecia, Rumanía y, digamos, España”.
Tanto tiempo después, nadie negará que la prevención de ambos respecto a la naturaleza política de Europa sigue vigente. Los gobiernos europeos permanecen estos días en la inopia mientras Obama y Putin –con Trump tal vez maniobrando entre bastidores– reviven escenas más propias de la guerra fría que del mundo globalizado. De esta Europa socavada por el Brexit, la crisis de los refugiados, el terrorismo y el desequilibrio económico no puede esperarse por ahora la adopción de una política inteligente hacia Rusia, por otra parte muy necesaria por razones económicas y de vecindad. Una política firme pero respetuosa que difiera de la línea expeditiva del último Obama y de la admiración manifiesta de su sucesor por el karateka del Kremlin.
La reacción de los rusos a la victoria de Trump es un mensaje para los europeos. Quienes en Moscú se alegraron de su éxito no eran sólo oligarcas de manual; también en los círculos intelectuales y artísticos –los que hoy frecuentarían tipos como Dostoyevski o Nabokov– hay muchos que ven al magnate perdonavidas como alguien que puede ayudar a Rusia a salir de su aislamiento.