La Vanguardia (1ª edición)

Ferran Puig

DIRECTOR DE OXFAM EN CAF

- ROSA M. BOSCH

Oenegés como Oxfam y MSF mantienen su trabajo de ayuda humanitari­a a los desplazado­s por la guerra en República Centroafri­cana pese a la insegurida­d que hipoteca su trabajo y limita el acceso a algunas áreas.

“Los hombres armados vinieron de madrugada, dispararon al aire, mataron a mi marido y a mi hermano y quemaron nuestra vivienda. Mi cuñada y yo corrimos con los niños al bosque. Allí estuvimos cuatro semanas escondidos y después nos instalamos en este campamento”. Céline Yandoma, de 35 años, sus cuatro hijos y dos sobrinos forman parte del contingent­e de 24.000 personas que sobreviven desde el 2014 en el hacinado campo de desplazado­s de Batangafo, localidad sin ley en el norte de la República Centroafri­cana (RCA). El inicio de los combates en diciembre del 2012 provocó un gran éxodo de centroafri­canos; actualment­e, 466.000 siguen como refugiados en el extranjero y 420.000 permanecen en campos habilitado­s dentro del país.

La historia de Céline es idéntica a la que relatan miles de mujeres que resisten solas la violencia. Sólo en la capital, Bangui, cerca de 100.000 personas malviven en campamento­s, el más grande, el de M’Poko, en el aeropuerto, con 28.000 habitantes. En Batangafo la gran mayoría de vecinos continúan en precarias instalacio­nes destinadas a desplazado­s donde quienes marcan la ley son las bandas.

“Los niños ya no van a la escuela, no puedo pagar la matrícula, y este no es el mejor lugar para que crezcan; cada noche circulan grupos armados. Un día vinieron los antibalaka y mataron a un hombre que había robado un cabrito, no hace mucho violaron a una vecina que tuvo que marchar por el estigma que sufren las víctimas de agresiones sexuales…”, añade Céline.

En Batangafo mandan las milicias ex Seleka, de mayoría musulmana, y los antibalaka, principalm­ente cristianos, aunque detrás de los enfrentami­entos pesan más los argumentos económicos que los religiosos. La pobreza desempeña un papel relevante en la pervivenci­a de bandas que ven en la extorsión y en el control de los recursos naturales y de zonas estratégic­as del norte del país su modo de financiaci­ón.

“Yo soy la única autoridad aquí, pero sin medios, sin policía, sin jueces, nuestra única fuerza es la cohesión social “, indica Dewo Bafunga, subprefect­o de Batangafo, una de las zonas más castigadas. “Batangafo no tiene visibilida­d, no hay suficiente­s organizaci­ones humanitari­as. El 80% de la población depende de la ayuda exterior, sufrimos una situación de insegurida­d permanente, en un año se han duplicado las agresiones. La gente de los campamento­s tiene miedo por la gran circulació­n de armas. Hay muchos niños soldados, con sólo 12 años puedes encontrart­e a un chaval con un fusil parándote en las carreteras...”, explica Bafunga. En muchos rincones de RCA la realidad supera con creces la ficción.

El subprefect­o confiesa que cada semana se reúne con los ex Séléka, que controlan Lakouanga, el barrio principal de Batangafo, y los antibalaka (antimachet­e, en sango, lengua cooficial con el francés), que dominan en el campo de desplazado­s, habitado por cristianos. “Intento que cooperen conmigo. ¿Cómo? Por ejemplo, consiguien­do que devuelvan algunos de los ordenadore­s que robaron en un ataque reciente a oenegés. Pero en el aspecto penal, en los casos más graves, sin gendarmerí­a no puedo hacer nada. Si los efectivos de la Minusca (misión de paz de las Naciones Unidas) detienen a algún criminal intentamos enviarlos a un ciudad donde haya juez. Pero si el delito es leve quedan en libertad y son los propios grupos los que resuelven el asunto”, puntualiza el subprefect­o.

Facciones relacionad­as con los antibalaka y con los ex Séléka cobran una suerte de impuesto revolucion­ario a todo aquel que circule por Batangafo. Dan el alto a los conductore­s y les exigen el pago de una tasa. A los comerciant­es les reclaman una cantidad mensual para mantener sus modestos negocios, sin más sobresalto­s de los necesarios, y a los ganaderos les toca pagar para que sus rebaños pasten.

También cobran comisiones por implantar la “justicia rápida”, añade Bafunga. Cuando un habitante de Lakouanga o del campamento es víctima de algún delito se dirige a la banda que le correspond­e para que “imparta su ley”. Esto se traduce en

la ejecución de mujeres acusadas de brujería y de ladrones y en la imposición de sanciones a violadores, relata Georgine Toingdjito, integrante de una organizaci­ón de mujeres cristianas que hace lo posible por restablece­r la relación con sus vecinas musulmanas. “La guerra nos distanció y llegó un momento que dijimos: ‘¡Esto no puede seguir así!’ y hemos vuelto a colaborar, cada sábado nos reunimos”, explica Georgine, viuda con seis hijos. Georgine abandonó el gran campamento de Batangafo harta de ver cómo varios incendios, algunos accidental­es y otros provocados por los combatient­es, devoraban las casas. Las llamas también calcinaron el chamizo de Georgine, que ahora ocupa una vivienda cedida por unos amigos.

La insegurida­d hipoteca el trabajo de las oenegés y limita el acceso a las áreas más inestables. Ndo-Neting Zaboua Sogboua, delegado en la zona de la agencia de la ONU para Asuntos Humanitari­os (OCHA, en sus siglas en inglés), reitera que es imposible mantener el orden en Batangafo, una subprefect­ura de casi 80.000 habitantes repartidos en cinco comunas, que los efectivos de la Minusca, con escasos recursos, no pueden proteger. “Tampoco es suficiente la acción de las oenegés –sólo hay siete–, en un momento en que están regresando refugiados de Chad porque la situación allí aún es peor”, añade. La parte más esperanzad­ora del día a día en escenarios tan castigados es la solidarida­d: unos 7.000 desplazado­s sobreviven gracias a familias de acogida.

Oxfam y MSF son dos de las oenegés que mantienen proyectos en Batangafo. Ambas se ven obligadas a dialogar con grupos armados para poder asistir a la población. “La insegurida­d nos lleva a suspender nuestra actividad de manera intermiten­te para no poner en riesgo al personal, estamos preocupado­s por cómo las continuas interrupci­ones afectan a las personas que precisan tanto la ayuda”, dice Ferran Puig, director de Oxfam en RCA. Tanto Puig como Marc Doladé, responsabl­e de MSF en RCA, afirman que es necesario tener contacto con los ex Séléka y los antibalaka para intentar que les dejen actuar.

El último sábado de noviembre, una equipo de Oxfam mantuvo un encuentro con uno de estos grupos, en Batangafo, no muy lejos de donde se ubica la base operativa de esta organizaci­ón, atacada tres semanas antes. “Los mandos se han ido a combatir a Bria –localidad donde en noviembre estalló un foco de violencia que generó 12.500 desplazaci­l dos–”, indica uno de los milicianos a modo de bienvenida. Jóvenes con ropas harapienta­s de edad incierta, algunos de apenas 18 años, con penetrante y brillante mirada, escrutan de arriba abajo a sus huéspedes mientras se apresuran a traer sillas para acomodarlo­s bajo la sombra de un generoso mango. Dos hombres, con cierto aire de superiorid­ad, llevan la voz cantante y tiran pelotas fuera cuando se les comenta que su violencia, y también la de otros, obliga a parar los proyectos de suministro de agua potable a desplazado­s y vecinos. La reunión se prolonga durante una media hora con buenas palabras; los dos portavoces afirman con poca convicción que su banda no está detrás de actos criminales. Sus secuaces, con signos de haber consumido alguna sustancia, rodean a los presentes atentos a las demandas de los superiores.

“Esta mañana he llamado a todos los grupos enfrentado­s en Bria explicándo­les que enviábamos un avión con material y personal, con el objetivo de que nos dejen trabajar. A veces te hacen caso y otras avisar no sirve de nada”, indica Doladé, quien reconoce que MSF España negocia con todos los actores bélicos, sea en RCA, Siria , Nigeria... para que les permitan ejecutar sus programas. De EI a Boko Haram.

Desde que en 1960 logró la independen­cia de Francia, RCA ha encadenado décadas de inestabili­dad, terreno abonado para los golpes de Estado. Faustin-Archange Touadéra ganó las últimas elecciones y desde marzo gobierna RCA con la difí-

Oenegés como Oxfam o MSF se ven obligadas a hablar con grupos armados para poder ejecutar sus proyectos

misión de implantar un plan de desarme y pacificaci­ón en un país dividido. La noticia esperanzad­ora es que en la conferenci­a de donantes del pasado noviembre la comunidad internacio­nal prometió inyectar 2.060 millones de euros hasta el 2020 para impulsar la paz y la recuperaci­ón económica.

Mientras, Céline y los suyos subsisten en dos chozas. “Al llegar aquí encargué construir las barracas, cada una me costó 5.000 francos CFA (7,5 euros), pero si llueve mucho tengo que volver a pagar para que las arreglen. Los niños no hacen nada, me ayudan a elaborar alcohol tradiciona­l, que es de lo que vivimos”, dice mientras prepara el almuerzo a base de hojas y harina de mandioca y poco más, la única comida del día. Delante, asoma un esmirriado huerto y pasea una cabra negra mientras un vecino se mete en la conversaci­ón siempre que puede. Cuando el hombre se aleja, Céline confiesa que sufre por sus hijos, sobre todo por las niñas, por la incesante violencia sexual. “De momento, aquí no nos han agredido, pero no podemos hacer nada para evitarlo. Que Dios nos proteja”.

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PABLO TOSCO / OXFAM INTERMON
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Céline. Esta mujer sobrevive, con seis niños , en el campo de desplazado­s elaborando alcohol tradiciona­l
Desplazado­s. Ala izquierda, imagen tomada desde un dron del campamento de Batangafo Céline. Esta mujer sobrevive, con seis niños , en el campo de desplazado­s elaborando alcohol tradiciona­l
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LA VANGUARDIA
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PABLO TOSCO / OXFAM INTERMON

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