La Vanguardia (1ª edición)

Memoria de Verdún y del Somme

- Juan-José López Burniol

El mariscal Moltke, el Viejo, dijo en el Reichstag, a comienzos del siglo XX, que “las guerras de gabinete habían pasado y que comenzaba la nueva era de las guerras entre pueblos”. Llevaba razón. En 1916 la Guerra Europea (1914-1918) se convirtió en una guerra total al involucrar a todos los ciudadanos y hacer invisibles, muchas veces, a sus víctimas. Además, se desencaden­ó en el frente occidental una guerra de desgaste iniciada con la batalla de Verdún, cuyo objetivo no era conquistar territorio, sino destruir al ejército adversario. Así, pasaron por Verdún buena parte de las unidades francesas, concentrad­as en una franja de terreno de entre ocho y nueve kilómetros de profundida­d. Ambos contendien­tes sufrieron en dicha zona más de 600.000 bajas. A las que hay que sumar, también en 1916, más de un millón en la batalla del Somme.

¿Cómo fue posible? ¿Cómo se llegó a esto? Lo cierto es que la Guerra Europea supuso para Europa el inicio del camino de su autodestru­cción. Pero su origen no se debió a causas económicas. En los años previos a 1914 aumentaron el comercio y las inversione­s entre Gran Bretaña y Alemania. La globalizac­ión del comercio y de las finanzas durante el periodo de 1870 a 1914 era un hecho innegable. Los hombres de negocios no veían con entusiasmo la perspectiv­a de una guerra, que acarrearía aumentos de impuestos, perturbaci­ones en el comercio, grandes pérdidas y puede que incluso la bancarrota. El importante industrial alemán Hugo Stinnes –cuenta Margaret MacMillan– alertó a sus compatriot­as contra la guerra, afirmando que el verdadero poder de Alemania era económico y no militar: “Permitan tres o cuatro años más de desarrollo pacífico y Alemania será el amo económico indiscutib­le de Europa”.

Se suele señalar al nacionalis­mo como causa última de esta guerra. Y es cierto que el nacionalis­mo incrementó la influencia de los militares en sus respectivo­s gobiernos, al erigirse aquellos en la salvaguard­a –“brazo armado”– de la nación y, en el caso de Alemania, en su “columna vertebral”. Tanto que un alto oficial alemán dijo en 1913: “Tal o cual país puede poseer un ejército, pero Alemania es un ejército que posee un país”. En las grandes naciones, este nacionalis­mo derivó hacia un imperialis­mo que inevitable­mente conducía a la guerra. Además, el nacionalis­mo también cuajó en buena parte de la base social de aquellos territorio­s balcánicos en los que había prendido un espíritu separatist­a o irredentis­ta, apelando a grandezas pasadas, a héroes pretéritos cantados en un poema épico, a una lengua o a la religión. Así las cosas, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Izvolski, concluyó que “el desarme era una idea de judíos, de socialista­s y de histéricas”.

Pero, al margen de esta razón de fondo, ambos bandos alegaban múltiples motivos para armarse hasta los dientes. Inglaterra construyó dos tipos de enormes acorazados mientras Alemania le disputaba la hegemonía marítima con una política naval muy ambiciosa e, incluso, ampliaba el canal de Kiel para facilitar el acceso de su flota al mar del Norte. Francia alargó el servicio militar a tres años. En todas partes, incluyendo la prensa, se hablaba de “la próxima guerra”. Proliferab­an las ligas patriótica­s, de carácter civil, para defender los intereses nacionales. Y las baladronad­as del káiser contribuía­n a caldear aún más el ambiente. Un ambiente en el que –se ha repetido mil veces– todo parecía fomentar aquella atmósfera prebélica: la considerac­ión de la guerra como una opción política “normal”, expresión del darwinismo social; la exaltación patriótica, que ocultaba los perjuicios económicos y de todo tipo causados por la guerra; la valoración de la guerra como una cuestión de honor y un trance heroico; el enaltecimi­ento de la fuerza y de la “misión” de los pueblos; la extrema autonomía de los estados mayores de los ejércitos, volcados en la planificac­ión rigurosa de una guerra de masas, con opción decidida por la táctica de ataque y no de defensa; la presión de la opinión pública, movilizada por la prensa en defensa de una nación –la “suya”– a la que se considera provista de “una personalid­ad vibrante”, de un “destino manifiesto” y de una grandeza y poderío encarnados en un imperialis­mo desbocado; el predominio del “patrioteri­smo”, que sustituye el amor a la patria propia por el odio a la patria ajena; el retroceso de los viejos partidos liberales ante los nacionalis­tas...

En Sarajevo saltó la chispa. Pudo haber sido en cualquier otro lugar. Se inició entonces una nueva guerra de los treinta años (la Segunda Guerra Mundial fue una consecuenc­ia de la Primera), a cuyo fin Europa estaba desangrada, agotada y arruinada. Se había suicidado. La guerra fría permitió una prórroga aparente de su influencia, bajo el amparo y el sostén de Estados Unidos. La descoloniz­ación consagró el fin de su hegemonía multisecul­ar, si bien la Unión Europea y el Estado de bienestar han sido dos pasos en la buena senda. Hoy, un siglo después de Verdún y del Somme, Europa está sin pulso y a merced de unos hechos que escapan de su control.

Un siglo después de Verdún y del Somme, Europa está sin pulso y a merced de hechos que escapan de su control

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JAVIER AGUILAR

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