El derecho a alarmarse
En el momento de culminar treinta años de trayectoria del programa Cinema 3, Jaume Figueras contuvo la indignación incendiaria de sus seguidores con un ponderado mensaje. “Que nadie se alarme”, dijo antes de avisar que la información cinematográfica tendrá continuidad en otros espacios de la cadena (en Tria33 y en diferentes sofás de platós en los que Figueras tendrá que explicarse en su nueva condición de nómada desahuciado.
MORIR O QUE TE MATEN. Parte de estos treinta años están marcados por negligencias de programación y por una falta de confianza que multiplicaba los cambios y vaivenes en la parrilla y la sensación permanente de estar sometido a una vigilancia insólita. Es más: en círculos más crueles y desinhibidos del medio, hace tiempo que se aplica únicamente el criterio de la rentabilidad, cuanto más inmediata mejor. Y ya se sabe que desde este punto de vista todo lo que huela a información cultural está condenado a morir o a sufrir la compasión de los perdonavidas. Después de unas horas de gimnasio o de tomar una sobredosis de redbull, es habitual que un ejecutivo con ínfulas de tiburón considere que no deben existir tratos de favor en nombre de valores de televisión pública. Sin alarmarnos, pues, debemos entender el alevoso final de Cinema 3 como el primero de otros finales que van a ir llegando. Finales que, como ha pasado con un programa que hasta ahora definía una parte importante del alma de la cadena, serán convenientemente recortados y reformados para, a partir de la evidencia de una agonía convenientemente inducida, desembocar en una muerte que, a ser posible, también aprovechará la indulgencia navideña para no salpicar demasiado. Para poder subsistir, parece que TV3 necesite centrarse más en el coste de su mantenimiento que en la calidad de sus contenidos. Entiendo el consejo de Figueras de no alarmarnos. En tiempos de incendios virtuales y de grandilocuencia de Twitter, da mucha más pereza la necrofilia y el sentimentalismo de mártir (#Jesuiscinema3) que una eutanasia discreta y disfrazada de accidente.
ELLAS. Y hablando de agonías: programa especial Las Campos (Telecinco). Cada vez más alejado de los mejores realities familiares del momento (un género que se expande por todo el universo televisivo), aquí da la impresión de que los protagonistas actúan con el freno de mano puesto. En el caso de María Teresa Campos, con una permanente tensión contenida, como si intuyera que está poniendo en juego su prestigio. Eso, que debería ser un obstáculo para la evolución narrativa de lo que se desea explicar (suponiendo que se desee explicar algo, claro está), acaba siendo el único aliciente del programa. Igual que en las ediciones anteriores, se mantiene el acierto del palique frívolo y efervescente de las amigas y el combate titánico de Terelu para no caer en la tentación de la ingestión indiscriminada de calorías. En la práctica, pues, Las Campos es un programa sobre unas estrellas de la tele forzadas a hacer un programa en el que no creen y que, tanto si tiene éxito como si fracasa, las perjudica.
Todo lo que huela a información cultural está condenado a morir o a sufrir la compasión perdonavidas