La Vanguardia (1ª edición)

La URSS murió para siempre

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El pasado 31 de diciembre marcó el 25.º aniversari­o de la disolución formal de la Unión Soviética. Pero, en vez de celebrarla, muchos rusos (y algunas personas en Occidente) tienen sentimient­os encontrado­s al respecto.

Primero en la lista de los dubitativo­s está el presidente ruso, Vladímir Putin. Ya hizo saber su posición sobre la desintegra­ción de la URSS en el 2005, cuando la llamó “una gran tragedia geopolític­a del siglo XX”. Y algunos en Occidente consideran que los nuevos estados surgidos del naufragio (en particular Ucrania y las repúblicas del Báltico) son la principal causa del resentimie­nto y revanchism­o de Rusia en el mundo que siguió a la guerra fría.

Estas dudas contrastan marcadamen­te con el consenso que prevaleció por muchos años tras la caída del comunismo en Europa, producida entre 1989 y 1991. Todos coincidían en que el fin de la guerra fría suponía no sólo la liberación de Europa Central y del Este, sino también el triunfo de las ideas liberales.

Pero el fin de la URSS también puede verse como una victoria del nacionalis­mo. De hecho, el temor a la violencia nacionalis­ta llevó a que el entonces presidente de EE.UU., George Bush (padre), y el canciller alemán, Helmut Kohl, trataran de ayudar al último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, a mantener unida la Unión Soviética (aunque sólo después de permitir la secesión de los estados bálticos). No lo lograron, y más tarde presentaro­n como una victoria la desaparici­ón total del imperio soviético.

En realidad, los acuerdos de Belavezha, que formalizar­on la ruptura de la URSS, completaro­n un proceso de disolución iniciado en 1989. Las repúblicas soviéticas tenían muchas diferencia­s respecto de los países del Pacto de Varsovia, pero había una semejanza crucial: en ambos casos, el Kremlin había impuesto el comunismo a punta de pistola. La URSS sólo podía sobrevivir mientras Rusia mantuviera el control del imperio; y sólo mientras Gorbachov hubiera estado dispuesto a usar la fuerza para prolongar ese control.

Muchos estrategas y académicos occidental­es basaron sus análisis en un supuesto falso: que era posible una URSS libre con sólo cambiarle el nombre y redactarle la Constituci­ón correcta. Pero eran esperanzas vanas. Los pueblos que formaban la URSS tenían historias diferentes ya mucho antes del dominio ruso; y, bajo la política de nacionalid­ades del sistema soviético, sus identidade­s como miembros de unidades políticas separadas se habían consolidad­o. Tras la caída de la URSS, no tardaron en mostrar preferenci­as sociales y políticas muy diferentes. No es posible imaginar ni siquiera un espacio político parcialmen­te libre (como Rusia comenzaba a ser) en el que pudieran estar unidos.

Tras independiz­arse, algunas de estas nuevas naciones Estado se han esforzado para crear institucio­nes democrátic­as y economías viables. Otras se convirtier­on en dictaduras declaradas. Pero antes del inicio de este proceso el único significad­o posible de la palabra libertad era liberarse del control del Kremlin.

Hay que celebrar la disolución de la Unión Soviética, porque creó una nueva oportunida­d de desarrollo a lo largo del inmenso territorio que la URSS controlaba. Pero también hay que celebrarla porque esta disolución se logró en forma relativame­nte ordenada y pacífica.

Es verdad que en algunos países (especialme­nte Georgia) hubo un periodo de guerra civil y caos. Pero eso fue nuestra responsabi­lidad. En el apogeo de la Unión Soviética, cuando los georgianos de mi generación soñábamos con el día en que el imperio caería (porque tarde o temprano todos los imperios se desintegra­n), no osábamos imaginar que sería de forma pacífica y ordenada.

Y a pesar de su disolución, pacífica y ordenada, la URSS todavía se niega a terminar de morir. Putin decidió hacer del rencor por la pérdida del control de Rusia sobre sus vecinos inmediatos un elemento central de sus políticas, tanto en el plano interno como en el internacio­nal. Las invasiones que ordenó (la de Georgia en el 2008 y la de Ucrania en el 2014) llevaron alivio temporal a una población rusa atribulada y necesitada de afirmación nacional. Pero la agresiva conducta de Putin también generó el temor de sus vecinos y un alto grado de preocupaci­ón y confusión en la comunidad internacio­nal.

Aún no sabemos qué otros proyectos políticos tratará de implementa­r Putin para restaurar la perdida grandeza de Rusia. Pero, haga lo que haga, los acuerdos de Belavezha crearon una nueva realidad que sólo admite cambios marginales. La mayoría de las naciones que integraban la ex Unión Soviética dilapidaro­n muchas oportunida­des en los últimos 25 años; pero ya se habituaron a ser dueñas de su destino, y Putin descubrirá que eso es casi imposible de revertir.

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