La Vanguardia (1ª edición)

Cada vez más difícil

- Sergi Pàmies

Llevo casi cuarenta años siendo cliente de la misma entidad bancaria. Abrí una libreta con mi primer sueldo y hemos mantenido una relación estable. Me fastidia cuando me imponen una comisión por mantenimie­nto de la libreta sin que note que esté especialme­nte mantenida y me dolió que eliminaran la venta de entradas de cine a través de sus cajeros automático­s. En las oficinas con las que he trabajado, los empleados siempre han sido amables y los directivos han intentado animarme a abrir un plan de pensiones que, a estas alturas, ya tocaría. Cuento todo eso para decir que soy un cliente medio, de los que no causan problemas y encuentran en el trato personal y en el valor de las obras social y cultural las razones para no pasarse a la banca por internet.

El otro día, sin embargo, pedí cambio y me dijeron que sólo daban cambio los martes por la mañana, de 8.30 a 10.30 h. Era jueves y le comenté al empleado que necesitaba el cambio en aquel momento y no podía esperar cinco días. Malhumor y mueca de menospreci­o. Para no prolongar su disgusto, se me ocurrió que si le pedía cerrar mi cuenta inmediatam­ente, quizás conseguirí­a un trato menos robotizado y absurdo por su parte. No me ganaría la vida amenazando, pero mi pose de mafioso bananero funcionó y me dieron el cambio al instante. No sé qué me dolió más: si la norma de dar cambio sólo los martes de 8.30 a 10.30 h o que me lo dieran

sólo bajo amenaza. El caso es que me olvidé del asunto –el rencor necesita razones de mayor categoría para perdurar– hasta que fui al cajero automático a actualizar la libreta. Sorprendid­o, detecté un ingreso con el epígrafe de transferen­cia. Como recibir dinero inesperado no es habitual y siempre existe la posibilida­d de un error, aproveché que estaba en la oficina para pedirle a un empleado (no el mismo del cambio, a este no quiero volver a verlo nunca más) si podía consultar, por favor, quién me la enviaba. Me ha pasado otras veces y siempre me lo habían mirado con diligencia. Pero esta vez el empleado –de hecho era una empleada, lo digo para que lo tengan en cuenta las escrupulos­as estadístic­as de género– me dijo: “No se le lo puedo mirar, pero lo puede consultar a través de la tarjeta y el servicio on line”. Me excusé: “No tengo servicio on line, ni tarjeta”. Ella insistió y, un poco a la defensiva, me aseguró que sí tenía tarjeta (será de esas que te envían sin que las hayas pedido, pensé): “Si no, lo puede mirar a través del móvil o del ordenador”. Aduje que mi móvil no tiene internet (y, rebajándom­e como bípedo, le enseñé físicament­e la prueba de mi inferiorid­ad tecnológic­a) y que cuando salgo a pasear no suelo llevar el ordenador encima. Ya sea por mi falta de cintura o su celo corporativ­o, no nos estábamos entendiend­o, así que, con mucho respeto, le dije que me parecía que a los clientes “cada vez nos lo ponen más difícil”. Ella me miró con un hastío cósmico y sentenció: “Y a nosotros también nos lo ponen cada vez más difícil”, sin especifica­r quienes son nosotros.

No me ganaría la vida amenazando, pero mi tono de mafioso bananero funcionó

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