Cada vez más difícil
Llevo casi cuarenta años siendo cliente de la misma entidad bancaria. Abrí una libreta con mi primer sueldo y hemos mantenido una relación estable. Me fastidia cuando me imponen una comisión por mantenimiento de la libreta sin que note que esté especialmente mantenida y me dolió que eliminaran la venta de entradas de cine a través de sus cajeros automáticos. En las oficinas con las que he trabajado, los empleados siempre han sido amables y los directivos han intentado animarme a abrir un plan de pensiones que, a estas alturas, ya tocaría. Cuento todo eso para decir que soy un cliente medio, de los que no causan problemas y encuentran en el trato personal y en el valor de las obras social y cultural las razones para no pasarse a la banca por internet.
El otro día, sin embargo, pedí cambio y me dijeron que sólo daban cambio los martes por la mañana, de 8.30 a 10.30 h. Era jueves y le comenté al empleado que necesitaba el cambio en aquel momento y no podía esperar cinco días. Malhumor y mueca de menosprecio. Para no prolongar su disgusto, se me ocurrió que si le pedía cerrar mi cuenta inmediatamente, quizás conseguiría un trato menos robotizado y absurdo por su parte. No me ganaría la vida amenazando, pero mi pose de mafioso bananero funcionó y me dieron el cambio al instante. No sé qué me dolió más: si la norma de dar cambio sólo los martes de 8.30 a 10.30 h o que me lo dieran
sólo bajo amenaza. El caso es que me olvidé del asunto –el rencor necesita razones de mayor categoría para perdurar– hasta que fui al cajero automático a actualizar la libreta. Sorprendido, detecté un ingreso con el epígrafe de transferencia. Como recibir dinero inesperado no es habitual y siempre existe la posibilidad de un error, aproveché que estaba en la oficina para pedirle a un empleado (no el mismo del cambio, a este no quiero volver a verlo nunca más) si podía consultar, por favor, quién me la enviaba. Me ha pasado otras veces y siempre me lo habían mirado con diligencia. Pero esta vez el empleado –de hecho era una empleada, lo digo para que lo tengan en cuenta las escrupulosas estadísticas de género– me dijo: “No se le lo puedo mirar, pero lo puede consultar a través de la tarjeta y el servicio on line”. Me excusé: “No tengo servicio on line, ni tarjeta”. Ella insistió y, un poco a la defensiva, me aseguró que sí tenía tarjeta (será de esas que te envían sin que las hayas pedido, pensé): “Si no, lo puede mirar a través del móvil o del ordenador”. Aduje que mi móvil no tiene internet (y, rebajándome como bípedo, le enseñé físicamente la prueba de mi inferioridad tecnológica) y que cuando salgo a pasear no suelo llevar el ordenador encima. Ya sea por mi falta de cintura o su celo corporativo, no nos estábamos entendiendo, así que, con mucho respeto, le dije que me parecía que a los clientes “cada vez nos lo ponen más difícil”. Ella me miró con un hastío cósmico y sentenció: “Y a nosotros también nos lo ponen cada vez más difícil”, sin especificar quienes son nosotros.
No me ganaría la vida amenazando, pero mi tono de mafioso bananero funcionó