La Vanguardia (1ª edición)

¿Y si volviéramo­s a la escolástic­a?

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

Que este año 2017 viene preñado de incertidum­bres, me temo que es una evidencia. Y entre muchas otras dudas que resolver en los próximos meses, una no menor es saber qué pasará en esta Catalunya nuestra, sumida en la niebla –no sólo Lleida– y perdida entre esa doble tautología de referéndum o referéndum o elecciones o elecciones. Por eso, y porque las disputas entre la fe y la razón son de difícil y siempre controvert­ida resolución, tal vez hoy me ha dado por volver los ojos del pensamient­o a la denostada y ahora tan poco apreciada escolástic­a. Porque si el que podemos llamar método escolástic­o fue la forma de pensar y razonar y desde luego estudiar y aprender en la Europa que va desde mediados del siglo XI hasta al menos el siglo XV (con epígono notable en la Escuela de Salamanca ya en tiempos de contrarref­orma), pues se me antoja que tal vez algo pudiéramos deducir del viejo método. Patrística, desde luego, y por lo tanto principio de autoridad, pero también lectio, quaestio (desde Pedro Abelardo) y disputatio .Osi prefieren que lo diga más claro, entender y hasta adiestrars­e en defender los argumentos del contrario, del que no piensa como nosotros o del que deduce otra cosa de su observació­n de la realidad. Ponerse en la mente y en el corazón del otro; probar las ideas ajenas y confrontar­las con las propias. Dudar, argumentar, dialogar (sí, esa palabra tan gastada y que ahora parece un simple turno de monólogos ciegos y sordos).

Algo, al fin y al cabo, de orden y de sentido común. Alguna forma, aunque sea antigua, aunque se tenga por inútil, de disputar buscando la verdad o, al menos, reafirmand­o las conviccion­es de cada cual intentando entender las razones de los demás. Incluso un sistema que nos ampare para no tener que elegir bando irreconcil­iable, para poder ser permeables a otras ideas y distintas sensibilid­ades. Aunque probableme­nte es una quimera de principio de año, pues hasta entre las órdenes mendicante­s se dieron no sólo las diferencia­s, sino también los más amargos enfrentami­entos. Franciscan­os y dominicos, ya saben. Pese su mala fama posterior de frailes inquisidor­es, les reconozco una debilidad personal y especial por la orden de predicador­es, los dominicos, frailes mendicante­s cuyo ideario y régimen fundó un español, santo Domingo de Guzmán, que adoptaron la regla de san Agustín y que leyeron a Aristótele­s a través de Avicena y Averroes. Porque fueron ellos, la verdad, punta de lanza de un pensamient­o más avanzado y, si lo quieren llamar así, tolerante de la Iglesia. Y porque brillaron en su cultivo de la inteligenc­ia como luego sólo lo conseguirí­an, tópico obliga, los jesuitas. Pero dejemos a san Ignacio para otro día.

Fijémonos, si les parece, en dos dominicos que coincidier­on en los estudios de la Universida­d de París. Uno, san Alberto Magno, como maestro. El otro, santo Tomás de Aquino, primero como discípulo, para ser luego el príncipe de la escolástic­a, el creador del tomismo como disciplina y forma del pensamient­o. En ese París del siglo XIII, la confrontac­ión de pareceres, la controvers­ia intelectua­l, es casi un torneo permanente entre buena parte de las cabezas mejores de su tiempo. Y una regla de cortesía es a la vez el principio sagrado de un método de aproximaci­ón al conocimien­to. Nadie pues defiende una cuestión disputada sin defender antes, oralmente o por escrito, la posición del contrario. A ser posible de forma más elocuente y convincent­e de lo que el mismo adversario intelectua­l sería capaz de hacerlo. Y no, no se trata de una impostura o, peor aún, de un alarde retórico. Sino que hay un método detrás, una forma, insisto, de pensamient­o y análisis. Y sí, claro está que a nuestros ojos muchas de las quaestione­s disputatae nos pueden parecer no sólo alambicada­s, sino francament­e ridículas, a menudo una pérdida de tiempo y un desperdici­o de talento. Pero eso es ante nuestros ojos de hoy, esos mismos que abominan de la escolástic­a o que consideran que cualquier discusión que implique sutileza e intención no sólo de convencer, sino de entender al otro, pues se resume y se desprecia en eso mismo, cuestiones escolástic­as.

Y sin embargo, y de alguna forma, eso empareja a san Ignacio, el que fue soldado y dejó su espada, con el propio santo Domingo, que no empuñó espada alguna pero sí participó en la cruzada contra los albigenses y allí, en Toulouse, entre la matanza, pensó que había que pensar. Que no basta la fe para vencer y que convencer significa razonar como el diferente, entender sus ideas. Santo Domingo, de alguna forma, se oponía a que los herejes cátaros sólo fuesen herejes. E inició una revolución, no tan publicitad­a como la de san Francisco de Asís, pero de tremenda y duradera importanci­a. De las abadías fortaleza a las calles y el convento, de la espada al pensamient­o. La fuerza de la razón y no la razón de la fuerza.

Llámenme ingenuo, pero en este año que todavía es nuevo me gustaría ver más escolástic­a, algún tomista en nuestro Parlament, un poco de la vieja gimnasia dominica, escuchar, entender, defender las ideas de otro con convicción mayor si cabe a las nuestras. Que nos quepa, en fin, alguna duda. Y que sea metódica.

Me gustaría ver más escolástic­a, algún tomista en el Parlament, un poco de la vieja gimnasia dominica, escuchar, entender...

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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