La Vanguardia (1ª edición)

Volvería a hacer lo mismo

- Artur Mas i Gavarró A. MAS I GAVARRÓ, 129.º presidente de la Generalita­t

Ahora hace un año, en estos primeros días de enero, se produjo el relevo en la presidenci­a de la Generalita­t y Carles Puigdemont se convirtió en el 130.º presidente de una institució­n nacida en 1359. En el transcurso de este último año me he encontrado con muchas personas que me han preguntado si me arrepentía de haber dado el paso al lado, y si había valido la pena. Mi respuesta siempre ha sido la misma: no me arrepiento y ha valido la pena. Ahora, pasado un año, querría dejar constancia escrita de las tres razones que me llevaron a tomar una decisión poco habitual en política.

La primera razón era diáfana: dar una oportunida­d de éxito y de victoria al proceso soberanist­a, que en las elecciones plebiscita­rias de septiembre del 2015 había conseguido por primera vez la mayoría absoluta en el Parlament, con una participac­ión récord del 75% de la población, nunca alcanzada hasta entonces en unas elecciones a nuestra cámara. Mi renuncia evitaba repetir elecciones, y aseguraba no poner en peligro una mayoría parlamenta­ria que había supuesto un esfuerzo ingente y la ilusión y la implicació­n de muchos miles de personas.

La segunda razón era de oportunida­d. Sabíamos que la dirección de ERC no quería repetir Junts pel Sí. Unas nuevas elecciones habrían comportado que cada partido hubiera ido por separado, diluyendo así la apuesta soberanist­a y poniendo el foco en la competenci­a entre partidos y no en la cooperació­n.

La tercera y última razón era de justicia y de equidad. Sin mi renuncia se habría señalado a mi partido y a mí mismo como el eslabón inestable y débil de una cadena que se rompía por nuestro egoísmo y nuestro afán de aferrarnos al poder. Paradojas de la historia: quienes más responsabi­lidades habíamos asumido, más riesgos habíamos corrido, más guerra sucia habíamos sufrido, y más sacrificio­s personales y políticos habíamos cargado sobre nuestros hombros, habríamos sido presentado­s como los traidores a una causa noble y justa. Sabemos por experienci­a que a las victorias se apuntan muchos y en los fracasos te quedas solo.

Si esta vez la CUP no falla y se aprueban los presupuest­os, los próximos meses tienen que dar sentido a todo lo que se ha hecho en los últimos cinco años. Y el sentido es doble: ganarnos como país el derecho a decidir nuestro futuro político, y plantear si Catalunya tiene mayoría y fuerza suficiente­s para construir su propio Estado, soberano y europeo. Cuatro de cada cinco ciudadanos catalanes avalan el primer objetivo, el referéndum; y uno de cada dos el segundo, el Estado para Catalunya.

Dentro de pocas semanas Joana Ortega, Irene Rigau y yo mismo seremos juzgados por la vía penal por defender estas ideas. Tanto el derecho a decidir como el Estado catalán son ideas democrátic­as y pacíficas. Se puede estar a favor o en contra, y tan respetable y legítima es una posición como la otra. Defendemos unas ideas y un proyecto que tienen un fuerte arraigo en la población catalana. Un proyecto que si sale bien, como espero y confío, puede suponer una transforma­ción muy positiva de Catalunya en términos de bienestar, de justicia y de progreso colectivo. La consecució­n de un Estado para Catalunya, insertado en el mundo de las interdepen­dencias europeas y de la globalizac­ión a nivel mundial, puede convertir Catalunya, en una generación, en la Dinamarca mediterrán­ea. Es decir, un país con alto empleo y paro testimonia­l, salarios dignos, un Estado de bienestar robusto y sostenible, una economía sumamente innovadora y abierta, una sociedad basada en el conocimien­to y la cultura, y una democracia de alta calidad.

Es normal que España quiera retener a Catalunya dentro del perímetro del actual Estado. Es legítimo que muchos catalanes no vean claro o no estén de acuerdo con una independen­cia catalana. Sin embargo, lo que no es tolerable, ni democrátic­o, ni admisible, es que en la España del siglo XXI se persigan judicialme­nte personas por tener y defender ideas como las que he descrito que no gustan a la tecnoestru­ctura y a los poderes fácticos del Estado.

Los que a principios de febrero iremos a juicio entraremos con la cara bien alta. Orgullosos de haber sabido interpreta­r un sentimient­o muy transversa­l en Catalunya como es el de nuestro derecho a decidir. Convencido­s de que volveríamo­s a hacer lo mismo, porque poner urnas como un vehículo de libertad de expresión no puede ser nunca delito en un Estado democrátic­o. Honrados de haber podido servir a Catalunya en uno de los momentos más apasionant­es y decisivos de su larga historia, con la mirada puesta en el futuro. Y dispuestos a pasar por un juicio político que si acaba con una sentencia contraria sirva para dejar claro que los intereses de un país son más importante­s que los de un partido o los de una persona.

Poner urnas como un vehículo de libertad de expresión no puede ser nunca delito en un Estado democrátic­o

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JAVIER AGUILAR

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