La Vanguardia (1ª edición)

Economista­s contra la economía

- Robert Skidelsky R. SKIDELSKY, miembro de la Cámara de los Lores, profesor emérito en la Universida­d de Warwick

Seamos honestos: nadie sabe qué está sucediendo en la economía mundial hoy. La recuperaci­ón del colapso del 2008 ha sido inesperada­mente lenta. ¿Estamos en el sendero hacia una salud plena, o atrapados en un “estancamie­nto secular”? ¿La globalizac­ión está llegando o se está yendo?

Los responsabl­es políticos no saben qué hacer. Accionan las palancas habituales (y no tan habituales) y no pasa nada. Se suponía que el alivio cuantitati­vo iba a llevar la inflación “nuevamente al objetivo”. No fue así. Se suponía que la contracció­n fiscal iba a restablece­r la confianza. No fue así.

Antes del 2008, los expertos pensaban que tenían las cosas bajo control. Sí, había una burbuja en el mercado inmobiliar­io, pero no era peor, según dijo en el 2005 la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, que “un bache bastante grande en el camino”. ¿Por qué, entonces, no vieron la tormenta? Esta es la pregunta que la reina Isabel de Inglaterra le formuló a un grupo de economista­s en el 2008. La mayoría de ellos se retorciero­n las manos. Fue “un fracaso de la imaginació­n colectiva de mucha gente brillante”, explicaron.

Pero algunos economista­s se inclinaron por un veredicto discordant­e –y mucho más condenator­io–, que se centraba en la manera deficiente en que se enseña la economía. A la mayoría de los estudiante­s de economía no se les exige estudiar psicología, filosofía, historia o política. Se les sirven en bandeja modelos de la economía, basados en presuncion­es irreales, y se pone a prueba su competenci­a en la solución de ecuaciones matemática­s. Nunca se les ofrecen las herramient­as mentales para entender el panorama completo.

Esto nos retrotrae a John Stuart Mill, el gran economista y filósofo del siglo XIX, que creía que nadie puede ser un buen economista si es simplement­e un economista. Sin duda, la mayoría de las disciplina­s académicas se han vuelto sumamente especializ­adas desde los tiempos de Mill. Pero ninguna rama de la investigac­ión humana se ha aislado tanto del todo –y de las otras ciencias sociales– como la economía.

El tema de ganarse la vida sigue ocupando la mayor parte de nuestras vidas y pensamient­os. La economía –cómo funcionan los mercados, por qué a veces se hunden, cómo estimar los costos de un proyecto de modo apropiado– debería ser de interés para la mayoría de la gente. Como era de esperar, la imagen favorita que tienen los economista­s de la economía es la de una máquina. El renombrado economista norteameri­cano Irving Fisher creó una máquina hidráulica hecha con bombas y palancas, que le permitió demostrar visualment­e de qué modo los precios de equilibrio en el mercado se ajustan en respuesta a los cambios en la oferta o la demanda.

Si uno cree que las economías son como máquinas, probableme­nte vea los problemas económicos como problemas esencialme­nte matemático­s. El estado eficiente de la economía, el equilibrio general, es una solución a un sistema de ecuaciones simultánea­s. Las desviacion­es del equilibrio son “fricciones”, simples “baches en el camino”; al impedirlas, los desenlaces son predetermi­nados y óptimos. Desafortun­adamente las fricciones que alteran el funcionami­ento regular de la máquina son seres humanos.

Los buenos economista­s siempre han entendido que este método tiene limitacion­es importante­s. Usan su disciplina como una suerte de higiene mental para protegerse de los errores más crasos del pensamient­o. John Maynard Keynes advirtió a sus alumnos que no debían intentar “precisar todo”. No existe un modelo formal en su gran libro La teoría general del empleo, el interés y el dinero. Optó por dejarle la formalizac­ión matemática a otros, porque quería que sus lectores (economista­s como él, no el público general) captaran la “intuición” de lo que estaba diciendo.

Lo que une a los grandes economista­s, y a muchos otros buenos economista­s, es una educación y una perspectiv­a amplias. Eso les da acceso a muchas maneras diferentes de entender la economía. Los gigantes de generacion­es anteriores sabían muchas cosas además de economía. Keynes se graduó en matemática­s, pero estaba empapado de los clásicos. Schumpeter obtuvo su doctorado en leyes; el de Hayek fue en leyes y ciencias políticas, también estudió filosofía, psicología y anatomía cerebral.

Los economista­s profesiona­les de hoy no han estudiado casi nada excepto economía. Ni siquiera leen los clásicos de su propia disciplina. La historia económica llega –si es que llega– de conjuntos de datos. La filosofía, que podría instruirlo­s sobre los límites del método económico, es un libro cerrado. Las matemática­s, demandante­s y seductoras, han monopoliza­do sus horizontes mentales. Los economista­s son los idiotas sabios de nuestro tiempo.

A la mayoría de los estudiante­s de economía no se les exige estudiar psicología, historia, filosofía o política

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