Baviera y la operación fracaso
Si, como parece irremediable, el president Puigdemont no acude a la conferencia de presidentes autonómicos convocada por Mariano Rajoy para el próximo martes, la operación diálogo impulsada por el Gobierno y liderada por la vicepresidenta se transformaría en una operación fracaso. Sáenz de Santamaría ha visitado Barcelona invitada por Oriol Junqueras y el resultado ha sido el peor de los posibles: una particular confusión sobre quién filtró qué –la propia reunión y su contenido– y la constatación de que por más esfuerzo que el Ejecutivo realice para satisfacer algunas de las más de cuarenta medidas solicitadas por Mas y luego por el actual president, el diálogo no será en absoluto satisfactorio si no se aborda la negociación de un referéndum. Y si esa es la condición, resulta inviable porque el presidente del Gobierno lo podría decir más alto pero no más claro: ni él ni ningún jefe del Ejecutivo español, con la Constitución en la mano interpretada en su desnudez literal, tiene facultad para autorizar una consulta que afecta a la soberanía de la “nación española” que es un fundamento esencial de la Carta Magna.
No estamos ante una rareza jurídica ni política. El reciente auto del Constitucional alemán que inadmitió un recurso de amparo para que pudiera celebrarse en Baviera un referéndum independentista –como antes, en el 2015, el italiano respecto del Véneto– estandariza internacionalmente la posición del Gobierno español y homologa la Constitución de 1978 a otras normas constitucionales europeas. En el fondo de la cuestión, lo que ha resuelto el TC alemán y el español es similar. Y la vicepresidenta se ha apoyado en esta coincidencia entre Baviera y Catalunya para explicar la posición del Gabinete. No obstante, existen algunas diferencias que no se han subrayado. La esencial es que la democracia alemana es militante, lo que implica la intangibilidad de algunos de sus contenidos constitucionales que son inmodificables.
La Constitución española no convierte en intangible ninguno de sus preceptos –ni siquiera el de la unidad nacional– pero impone un cauce procedimental para plantear una secesión que conllevaría, de prosperar, no una reforma constitucional, sino la apertura de un proceso constituyente. Algún politólogo ha escrito que el Tribunal de Karlsruhe hubiere resuelto de manera diferente si el Partido de Baviera, en vez de representar el 2% del voto bávaro, fuera mayoritario en aquel estado libre asociado. Tal versión ignora que en Alemania, y no sólo allí, no ocurre como con frecuencia sucede en España, esto es, dar un uso alternativo al derecho. Tampoco acontece como en el Reino Unido que permitió la consulta independentista en Escocia: los británicos carecen de Constitución escrita.
Existiría la posibilidad de ir construyendo una solución desde la consecución de acuerdos financieros y competenciales, pero el escenario no podría ser sólo estrictamente bilateral porque concerniría a todas las comunidades autónomas, razón por la cual, se insiste en la importancia política de la asistencia del president de la Generalitat a la conferencia de presidentes, un foro renacido y multilateral que establecería unas condiciones en las que la cuestión catalana podría adquirir una dimensión diferente a la actual, demasiado encapsulada y endogámica. El hecho de que el lehendakari Urkullu tampoco asista, atrincherándose en la soberanía hacendística vasca, es una decisión cortoplacista porque la sostenibilidad del concierto económico de los territorios forales va a necesitar en el futuro renovados respaldos, dada su detonante singularidad tanto en España como en la Unión Europea.
Merodean sobre la cuestión catalana fuerzas nihilistas cuando no destructivas. En Catalunya y fuera de ella. Las encuestas demuestran que la operación diálogo del Gobierno no dispone de credibilidad en la sociedad catalana y en la española carece de suficientes apoyos y comprensión. Pero las opiniones públicas –y las publicadas– no son autónomas sino permeables a una buena pedagogía política y social que no está ni siquiera intentada. Los gobiernos central y catalán saben a ciencia cierta que este asunto, antes o después, debe tomar un rumbo realista. No es asumible la cuita de un importante político español al que he oído metaforizar la cuestión catalana asemejándola a un “cáncer, que es ya una enfermedad crónica que no mata”. Se trataría de reverdecer, en su peor versión, la conllevancia orteguiana que ha sido, creo, una construcción teórica que desde los años treinta del siglo pasado hasta el presente ha marcado una convivencia innecesaria y peligrosamente adusta. Pese al relativo cambio político, el principal problema político de España –Catalunya– sigue con peor factura luego de que el amago de diálogo gubernamental se aproxime al fiasco.
La ausencia de Puigdemont en la conferencia de presidentes encapsula la cuestión catalana