La Vanguardia (1ª edición)

Tu banco amigo

- Ramon Suñé

Es ya un tópico de la política municipal barcelones­a que la oposición martillee los oídos del gobierno de turno acusándole de sumisión al Govern de la Generalita­t. Los alcaldes socialista­s, después de una larguísima temporada quejándose del agravio a que el gobierno autonómico de Jordi Pujol sometía a la capital de Catalunya, fueron acusados de rendir pleitesía a los tripartito­s. Al alcalde convergent­e Xavier Trias le pasó algo parecido: se le atribuyero­n funciones de banquero de la Generalita­t por cubrir gastos e inversione­s que correspond­ían a la arruinada administra­ción hermana. Y, ahora, quienes alimentaro­n aquel discurso desde la izquierda ven cómo de fiscales han pasado a abogados defensores, o mejor dicho, a buenos pagadores de la Generalita­t. Esta ha encontrado en el Ayuntamien­to de Barcelona un excelente socio (casi un mecenas) financiero que va camino de convertirs­e en algo parecido a lo que el Barça ha significad­o para el Arsenal durante largos años, una bicoca, un dechado de generosida­d.

Cierto es que el Ayuntamien­to de Barcelona está consiguien­do que la Generalita­t vaya reduciendo poco a poco la deuda histórica contraída con el Consistori­o y que ha logrado también que se haga cargo de una serie de obligacion­es que parecía haber olvidado. Sin embargo, la fórmula empleada para financiar la apertura de dos estaciones de la L9 del metro en la Zona Franca, repetida en exceso como ya está sucediendo, puede acabar desvirtuan­do la relación entre las dos institucio­nes. Con la venta de edificios y solares al mejor postor, que en este caso no es otro que el Ayuntamien­to de Barcelona, la Generalita­t se despatrimo­nializa a marchas aceleradas, algo que no deja de sorprender en una administra­ción que aspira a ser más pronto que tarde la de un Estado independie­nte. Por su parte, el Ayuntamien­to, que ya es el principal propietari­o inmobiliar­io de la ciudad, no deja de acumular, como si se tratase de un jugador del Monopoly acompañado por la fortuna, inmuebles a los que confiemos sepa dar un uso adecuado (ya va siendo hora de que la Barcelona de los alquileres por las nubes disponga de un parque público de vivienda similar al de otras grandes capitales europeas).

La compravent­a de media docena de fincas para poder llevar el metro a la Zona Franca –una operación que ha costado al Ayuntamien­to 46,2 millones– nos ha recordado, una vez más, ese desastre nacional llamado L9, mal concebido y peor financiado, un pozo sin fondo, eso sí, con las paredes revestidas de oro, que si las cosas se hubieran hecho con un mínimo de sentido común –algo que faltó a gobernante­s de distinto signo político– no haría necesaria hoy una operación de trazo grueso como la sellada por la alcaldesa Colau y el vicepresid­ente Junqueras. Hay que compadecer al conseller Rull, entregado desde hace meses a reconstrui­r la arquitectu­ra financiera de un proyecto que deja corta la denominaci­ón de chapuza.

Los pagos del Ayuntamien­to a la Generalita­t recuerdan aquellas compras que el Barça efectuaba al Arsenal

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